Por Alberto Ríos Favela
Siempre he tenido la intuición, desde que contaba con 15 años, que nuestra tarea en la vida era algo más que sobrevivir y que teníamos un propósito más trascendente. De alguna manera empecé a leer temas relacionados con el aspecto metafísico y algunos autores no convencionales o por lo menos no relacionados con mi religión. Esa inquieta e incesante búsqueda se vio interrumpida por responsabilidades de diferente índole que me arrojaron a un campo desconocido de experiencias, problemas, conflictos que golpearon duro mi fe en Dios. Mi ego se vio sometido a una serie de situaciones o pruebas que exhibieron mi endeble espíritu y mi seudo-espiritualismo, y me di cuenta que sólo era un ser humano más con muchas cosas que resolver en mí mismo.
Una enfermedad de mi hija pequeña hace trece años, sumado a una incertidumbre laboral y a problemas económicos, fue el vaso que derramó el agua. Me encontraba en el suelo derrotado, frustrado y devaluado.
Un amigo, desconocido para mí, nos visitó en el Hospital Civil y me dijo que mi hija no tenía nada y leyó un pasaje de San Lucas, la del soldado romano que dice a Jesús: sólo con que tú lo desees mi siervo se curará, no requieres ir. En ese preciso momento mi hija reaccionó sin que fuera necesaria una intervención mayor. Me dijo que lo único que tenía que hacer era pedir ayuda, que Dios no interviene en nuestras vidas si no se lo pedimos. Ese ha sido un momento histórico para mí, porque vi Su mano de manera concreta y evidente.
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