Mario Andrés
Mi primer encuentro con Dios fue en la infancia. No recuerdo un acontecimiento o experiencia particular sino un ritual que se repetía muchas veces: mi madre me ponía de rodillas a su lado para rezar en el templo. Yo no veía nada divino a mi alrededor, sólo percibía la presencia de gente y objetos, pero mi madre se comportaba muy diferente de lo acostumbrado: hablaba en voz muy baja y cargada de sentimiento; juntaba mis manos con las suyas y decía suavemente: “Pídele a Dios que te dé un corazón muy grande”.
Lo que más me impresionaba de ese ritual no era el ambiente tan especial sino el sometimiento de mi madre, pues normalmente era a mí al que se le exigía obediencia y ella era la que mandaba. Al estar así, junto a ella, me quedaba la vaga sensación de que existía un poder extraordinario y misterioso. Era algo que no podía ver ni tocar, pero que tenía su impacto.
El hecho de que mi madre hiciera esto muchas veces ocasionó que se abriera para mí un espacio existencial para la presencia de Dios y su impacto. Y subrayo la apertura del espacio, porque fue lo más duradero que me dejó esa experiencia: un campo que a lo largo de la vida se ha ido vaciando y llenando de miedos, culpas, depresión, desesperanza, pero también de bienestar, éxtasis y amor. Ahí se ha reunido todo, lo imaginable y lo inimaginable.
Dicen que para ser cristiano hay que encontrarse con Jesucristo resucitado… y sucedió en ese espacio… pero ese acontecimiento lo convirtió en algo infinitamente misterioso y desconcertante. Fue como si el sentido de cada experiencia que ahí se daba, no hiciera más que expandir desmesuradamente la complejidad de ese lugar que apareció, para mi perplejidad, al arrodillarme al lado de mi madre.
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