Por Norma
Una de las veces en que sentí más intensamente la presencia de Dios fue una madrugada, hace casi diez años, cuando iba camino a casa de mi mamá porque me avisaron que había tenido un derrame cerebral.
Mi mamá, desde que estaba recién casada cuidó a mi abuela que estaba postrada en una silla de ruedas. Lo hizo durante dieciocho años. Si bien la atendió con todo su amor y, como hija única, le procuró todo lo que necesitaba, también tuvo que ocuparse de casa, esposo e hijos; aún así logró que mi abuela, al enterarse de la enfermedad de alguien, dijera: “Hija, hay que darle gracias a Dios que en esta casa no hay enfermos”.
Por esta razón y por lo activa y autosuficiente que era, pensé que sería muy doloroso para ella verse confinada a depender de los demás y, por consecuencia, para sus seres queridos. Además, ni mis hermanos ni yo podíamos estar con ella de tiempo completo, por la necesidad que teníamos de trabajar. Tampoco teníamos los medios para contratarle a alguien capacitado que se ocupara de ella.
Le pedí a Dios de todo corazón que le permitiera aprender lo que le quedaba por aprender en esta vida y que no permitiera que sufriera dejándola postrada o en estado vegetativo; que se la llevara, que Él sabía que había sido una muy buena hija, esposa y madre.
Acabando mi súplica, me inundó una paz indescriptible, mi cuerpo entero se puso chinito y la angustia y dolor que sentía desapareció como si de un manto se tratara y me lo hubiera quitado de encima.
Todavía no amanecía cuando llegue a casa; para las nueve de la mañana mi mamá descansó y aún hoy perdura en mí una gran paz cuando recuerdo su partida.
Otra experiencia
Una mañana mientras me lavaba los dientes me llegó un sentimiento de angustia y la certeza de que mi esposo estaba en peligro; inmediatamente, también desde el corazón, pedí: “Dios mío, protégelo” y volví a sentir esa paz que me inundaba.
Más tarde cuando llegó mi esposo me dijo: “De la que me libré, hoy iba a tener un accidente y de haberse dado hubiera estado muy feo”.
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