Por Mario Andrés
El día que dejé de creer en Dios fue uno de los más felices de mi vida. Estaba sentado en una gran roca, en medio del río, mirando una cascada. La vegetación era abundante y el verde se desbordaba a mi alrededor. La luz del sol, a través del cielo azul, al tocar cada una de las cosas, las transformaba en un conjunto de colores armoniosos que me traía una gran paz. Sentía que el inmenso poder de la naturaleza acariciaba todo mi ser y yo me abandonaba completamente a su suavidad y me disolvía en ella.
Cuando terminó mi éxtasis pensé que todo lo que estaba ahí era bueno y hermoso, que no era necesario que hubiera un Creador, que la realidad se había ido transformando siempre sin reducirse a un origen o a un acto creador. Y entonces, como una interrupción de mi reflexión, sentí la certeza de que Dios no existía. No era la conclusión de un razonamiento, era la aparición de una creencia, de una certeza interna que no se fundaba en nada, porque no se puede demostrar que Dios no existe. De repente me descubrí ateo y eso era algo que me había llegado sin saber por qué, simplemente irrumpió en mí en ese momento.
Esta nueva situación me pareció después un tanto misteriosa y desconcertante, porque durante toda mi vida había considerado imposible que alguien no pudiera creer en Dios; pero de ahí en adelante, por muchos años, se invirtieron los papeles y me costaba trabajo aceptar que los que creían en Dios no se auto engañaban, sin querer, por miedo a la verdad. Hasta dejé de entender cómo era posible que yo hubiera sido tan creyente y tan místico.
Después de ese día empecé a ver la vida de manera diferente. La cotidianidad ya no era tan hermosa como aquel día. Poco a poco se fue deslizando una depresión que se iba posicionando del fondo de cualquier suceso. A lo largo de los años fui percibiendo que los vínculos entre las cosas eran más débiles que lo que había pensado hasta entonces, es decir, menos fundamentados, más transitorios, arbitrarios e inadecuados. La certeza de que todo estaba destinado a perecer se hacía cada vez más presente y más molesta, porque me recordaba con demasiada frecuencia que cualquier vínculo, cualquier relación, se rompería más temprano que tarde. Incluso me dio pesar que nuestro modo de vida agrícola e industrial se hubiera dado en un período interglaciar y que con una nueva glaciación (que sería lo normal) morirían miles de millones de personas. Me dolía, sin poder evitarlo, que el clima de la tierra fuera provisional.
Esa fue la parte oscura que siguió al día de claridad. Sin embargo la realidad empezó a tener un nuevo encanto, una nueva dignidad: en su independencia del Creador, cada cosa adquiría un misterio y un atractivo por sí misma. Antes, cada ser valía por pertenecer a una “familia”, a un conjunto de acontecimientos y a un plan divino, ahora valía de por sí o no valía. Y ese valor lo encontraba si me daba a la tarea de buscarlo y hallarlo, porque no era algo evidente para mí, ni me ayudaba el saberlo establecido y determinado por mi sociedad. Era como si todo lo existente fuera independiente de lo demás y estableciera los vínculos con su entorno según su poder y su propósito. Un árbol establecía su relación de poder y de propósito con la tierra, el aire, el agua y los demás vegetales, animales y seres humanos que también tenían su propio poder y propósito, y en ese conjunto de poderes el árbol adquiría su valor, su vida y su muerte. El sentido y el valor de ese árbol se revelaban en lo que hacía él en esas circunstancias.
Pensando en esto que me sucedió llegué a la conclusión de que el ateísmo fue la manera en que me inicié en la vida adulta, pues se dio un año después de mi aniversario número 21. Y también fue la manera en que entré formalmente a una sociedad mexicana en crisis en la que los modos de ser y hacer las cosas habían dejado de tener la validez de antaño. Ninguna institución se salvaba del cuestionamiento.
A partir del ateísmo me vi a mi mismo y a cada cosa como un ser independiente y empecé la lenta y laboriosa revaloración de todo lo importante: la familia, el matrimonio, los amigos, la religión, la sociedad, el gobierno, el conocimiento, las leyes, el arte, el universo… Cuando ya había recorrido un buen camino en esta dirección, después de 20 años, me encontré de nuevo con Dios y se inició otra reinterpretación de la existencia.
Por esos cambios, que podrían parecer un chiste cruel, me dio mucha risa el póster de un chango que estaba sentado rascándose la cabeza y que decía: “Cuando ya sabía todas las respuestas, cambiaron todas mis preguntas”.
El reencuentro con Dios fue muy rico y sorprendente. Se pareció a mi desencuentro en el sentido de que, en lo fundamental, ninguno de los dos hechos dependió de mí. Dejé de creer en Dios y volví a creer en Él sin que yo lo hubiera querido. Jamás había querido ser ateo y me parecía indeseable e imposible creer de nuevo. Tal vez por eso se dice que “la fe es un don de Dios”.
De esta experiencia de creyente-ateo-creyente, me impresiona, primero, la rapidez y la arbitrariedad en que uno como creyente lo relaciona todo con “Dios y su plan de salvación”; y, en segundo lugar, respecto a mi etapa de ateísmo me impresiona la rapidez y la arbitrariedad con la que yo eliminaba cualquier relación con lo “sobrenatural” o lo “sagrado”.
Debido a mis dos etapas anteriores, actualmente me invito a valorar con más cuidado la unidad y la diferencia de todo lo que existe; a valorar con mayor atención y detenimiento al Creador y a sus creaturas. Esto implica que pudiera llegar a considerar a cada ser como si fuera el centro del universo, que pudiera, por ejemplo, ser capaz de tratar a una hormiga como si todo lo que existe hubiera sido hecho para ella, como si todo estuviera diseñado para adorarla. Eso sería una manera de honrar la voluntad del Creador que en cada creación parece decirle a su creatura: “Te hice para regalarte todo eso que había hecho anteriormente”. De esa manera asumiría que todo está en función de cada ser y cada ser en función de todo, es decir, cada ser es simultáneamente: el Rey de la creación y el Sirviente de todos.
A nivel casero, esa dinámica la he visto claramente en mis hijos: cada uno siente que los demás miembros de la familia deben cumplir su voluntad, pero cada uno se vive también como un regalo para los demás. A nivel de hombres terribles como Hitler y Stalin también se da el que quisieron convertirse en el centro del universo y también se pensaron como los simples servidores de una causa: la “supremacía de la raza aria” el primero y la “supremacía del proletariado” el segundo. A escala individual y diminuta yo tampoco he llegado a encontrar el equilibrio entre el ser para mí y para los demás.
Esta fue la visión que se desprendió de mis experiencias como católico y como ateo. Valdría la pena relatar el reencuentro con Dios, pero eso sería el asunto de otro escrito.
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