Francisco I. Madero vivió a México como una apasionante construcción espiritual



(Segunda parte)
Por Arturo Michel Pérez


La forma de México

Vimos en la primera parte de este ensayo que Francisco Ignacio Madero después de haber conquistado su libertad personal, promovió y encabezó la lucha por la liberación de los mexicanos y logró acabar con la dictadura del general Porfirio Díaz. Esas dos grandes realizaciones, fueron respuestas de Madero a las peticiones que le hicieron sus espíritus-guías en el diálogo que sostuvieron desde mayo de 1901 hasta, probablemente, el día de su asesinato el 22 febrero de 1913.
            De estos doce años de diálogo, en la primera parte (Cada frontera No.28) nos centramos en la identificación de los espíritus y en el contenido de sus mensajes. En esta segunda parte nos centraremos en la respuesta de Madero a esos comunicados y trataremos de entender las consecuencias prácticas del hecho de que Madero percibiera a México como una apasionante construcción espiritual. En esta dirección, examinaremos en primer lugar el significado de la dictadura de Porfirio Díaz en el modo de vida de los mexicanos, para entender después la magnitud de las aportaciones de don Francisco a la formación de nuestro país.

            Durante los primeros 46 años (1821-1867), México luchó por sobrevivir y su existencia e identidad fue débil, insegura, cambiante e incierta. La simple definición de lo que quedaba dentro y fuera del territorio “mexicano”, de lo que se incluía y lo que se excluía, fue un problema internacional complejo y violento.
Territorialmente México se apoderó de Centroamérica en 1822 y la perdió en 1823, pero le ganó a Guatemala el estado de Chiapas en un referéndum en 1824. Después perdió la guerra en la que se independizó Texas en 1836 y por su derrota en la guerra con Estados Unidos en 1846-1848 se quedó, además, sin lo que hoy son los estados de California, Nevada, Arizona, Utha, Colorado y Nuevo México. En 1841 Yucatán se separó de México y se reincorporó en 1848. Catorce años después enfrentó la intervención francesa (1862-1867) que pretendía subordinar México a Francia.
Desde antes de su independencia de España, “México” luchó por constituirse políticamente, es decir: darse una identidad, instituir lo que lo hacía ser lo que es (establecer los vínculos que pudieran darle unidad); pero su constitución también fue débil, insegura, cambiante e incierta. De 1821 a 1876 no pudo ser ni monarquía, ni dictadura ni república, en gran parte debido a que la institución más fuerte y poderosa, la Iglesia Católica, no encontraba su lugar ni su papel en México sin España ni Europa.[1]
La Iglesia no podía ni quería convertirse en teocracia, no pudo sostener la Colonia ni la monarquía, se opuso a la república y coexistió con menos problemas con la dictadura. Su desorientación e inadaptación política en esa época, fue un gran factor de inestabilidad en los primeros 55 años de la existencia de México. Pero hay que señalar la existencia de un círculo vicioso: la desubicación política de la Iglesia en México desestabilizaba a los gobiernos, pero el hecho de que el gobierno no fuera integrador y tendiera a disgregarse y a hundirse, robustecía, por contraste, a la autoridad eclesiástica.[2]
La disputa acerca de cómo nos unimos y para qué, la resolvió, durante 30 años, el general Porfirio Díaz, con su política de “pan y palo”: yo, Presidente, soy el que defino lo que es y debe ser México, lo que es y no es mexicano (dictadura-“palo”) y a lo que nos vamos a dedicar todos: a producir bienes y servicios (economía-“pan”).
Con la dictadura de Porfirio Díaz, por primera vez en su historia, México parecía tener una identidad consistente y estable. La “unidad nacional” se había impuesto. El señor general representaba “orden y progreso”. Era el “padre de la patria”. Por eso, las elecciones de 1910 se asumieron como la posibilidad y la oportunidad de redefinir a México y lo que sería la nueva unidad nacional. El Presidente Díaz tenía 80 años y existía la certeza de que no completaría su nuevo periodo gubernamental de seis años (1910-1916). El momento era crítico para el sistema dictatorial.
Madero percibió que en 1910 estaba en juego México y su modo de vida, por eso en el libro que escribió y concibió como medio de agitación de las conciencias contra la dictadura, fue en gran medida un libro de historia, dedicado a los mexicanos y a los héroes de la patria. Ahí decía, desde el inicio:

“Sólo en el estudio de su historia he podido fortificar mi alma, porque encuentro que ella nos hace respirar otro ambiente que el que se respira actualmente en la República [...] Esa historia nos hace tener una idea más elevada de nosotros mismos, al enseñarnos que esos grandes hombres, cuyas hazañas admiramos, nacieron en el mismo suelo que nosotros, y que, en su inmenso amor a la patria, que es la misma nuestra, encontraron la fuerza necesaria para salvarla de los más grandes peligros, para lo cual no vacilaron en sacrificar por ella su bienestar, su hacienda y su vida”
“[...] dedico este libro a todos los mexicanos en quienes no haya muerto la noción de patria, y que noblemente enlazan esta idea con la de libertad y de abnegación; a esa pléyade de valientes defensores que nunca ha faltado a la Nación en sus días de peligro, y que permanecen ocultos por su modestia, hasta que llegue el momento de la lucha en que asombrarán al mundo con su vigorosa y enérgica actitud; a esos valientes paladines de la libertad, que ansiosos esperan el momento de la lucha; a esos estoicos ciudadanos, que muy pronto se revelarán al mundo por su entereza y su energía; a todos aquellos que sientan vibrar alguna de las fibras de su alma al leer este libro, en el cual me esforzaré en hablar el lenguaje de la patria”.[3]

Retomando a Montesquieu, Madero percibió que la unidad que se imponía en México bajo Porfirio Díaz era la unidad que se establecía cuando “unos oprimen a los otros sin resistencia”.[4] Y citó al mismo pensador político francés para formular la unidad política que deseaba:

“Lo que se llama unión del cuerpo político, es una cosa muy engañosa; la verdadera es una unión de armonía que hace que todas las partes, por más opuestas que parezcan, concurran al bien general de la sociedad, como las disonancias en la música concurren al acorde total”.[5]

El doctor Francisco Vázquez Gómez, compañero de fórmula electoral de Madero, compartía la visión de la necesidad de una reorientación de la vida en México. En su discurso de aceptación de su candidatura a la Vicepresidencia de la República, en abril de 1910, dijo:

“Hemos vivido un siglo de independencia; pero [...] los dos primeros tercios los hemos consagrado, por decirlo así, a estériles movimientos revolucionarios, y el último a las rudas labores del taller y del campo [...] He dicho que un pueblo sin ideales [...] no debe existir. ¿Por qué son necesarios estos ideales? Porque ellos tienen la valiosísima propiedad de reunir a todos los hombres, desde el acaudalado banquero y el profesionista más o menos reconocido, hasta el agricultor que viene de lejanas tierras a traernos el voto de sus conciudadanos, y el humilde obrero del taller, que con las manos encallecidas y la blusa oliente a carbón, viene a hacernos comprender que hay un ideal supremo que nos reúne, y que ese ideal es la felicidad de la patria [...] Es indudable que para realizar el ideal que perseguimos se necesitan el esfuerzo, el trabajo y la abnegación; pero el hombre que no es capaz de hacer un esfuerzo para conseguir un bien superior, no tiene derecho a vivir la vida de los pueblos libres”.[6]

El llamado de los espíritus para hacer un país diferente

Por los comunicados espiritistas redactados por Madero y publicados hasta hoy, no sabemos exactamente cuándo los espíritus le encomendaron a Madero la lucha contra la dictadura de Porfirio Díaz. En los registros de 1907 ya se da por entendida esa tarea, y a medida que avanzan las semanas y los meses se va precisando el quehacer propuesto y su significado.
            La primera alusión en este sentido aparece el 4 de mayo de 1907 cuando el espíritu de su hermano Raúl lo urge a que lea “la historia de México de los tiempos modernos, a fin de que cuanto antes principies tu trabajo que tanto va a servirte en tu carrera”.[7] Se trata del mencionado libro: La sucesión presidencial en 1910 que escribió en 1908 y publicó en enero de 1909 como punto de partida para su campaña por la democracia en México.
            Doce días después, el espíritu de José, que se constituyó en el maestro y guía espiritual y político de Francisco, le señaló que se había estado dejando dominar por su naturaleza inferior, por las bajas pasiones, y que eso era peligroso: “¿Para qué describirte lo que sucedería si eres vencido? Perderías todos los frutos de la victoria, frutos que he procurado describirte, desaprovecharías la oportunidad más importante que se te haya presentado en tu vida inmortal, para, dando un gran paso en tu evolución prestes enormes servicios a la patria”.[8]
            El año de 1907 fue muy crítico en el desarrollo espiritual de Madero ya que, por sus debilidades, suspendió durante varios meses la comunicación con los espíritus y dejó de trabajar en su esfuerzo por subordinar el cuerpo y sus pasiones a las tareas de su espíritu. Uno de sus guías, Raúl, tuvo que advertirle también sobre lo que estaba en juego y podría estropearse:

“Ahora sí has llegado al límite. Si en esta vez no obtienes el triunfo que tanto deseas y que con fundadas esperanzas creemos muy probable, entonces sí cada día perderás mayores oportunidades de que se realice lo que hemos ofrecido y una a una tendrán que irse desvaneciendo las esperanzas que en ti habíamos fundado.
            Demasiado comprendes el por qué: la lucha se acerca; para ti realmente va a principiar desde que empieces a escribir tu trabajo que tienes en preparación. Antes de luchar puedes adquirir un gran desarrollo de todas tus fuerzas, a fin de que desde la primera acometida sea mortal para tu enemigo,  pues si empiezas la lucha indebidamente, será a la derrota a donde marcharás con seguridad”.[9]

El 30 de octubre, José, celebra una gran victoria espiritual de Madero justo en su cumpleaños número 35, y por esa razón le da la bienvenida “como miembro de la gran familia espiritual que rige los destinos de este planeta”. Le dice que ya es “soldado de la libertad y el progreso”. Le aclara que ni en esa familia ni entre esos soldados es de los primeros, pero que sí pertenece al grupo de los que militan “bajo las gloriosas banderas de Jesús de Nazareth, de los que siempre han luchado, de los que han derramado sobre el mundo su amor, sus conocimientos, su sangre si ha sido necesario, para apresurar el reino de Dios, el reino de la justicia y del amor”.[10]
José le pide que se hinque ante Dios para que lo arme caballero y ponga en sus manos la espada para que luche sin descanso:

“por la causa del bien, por el triunfo de la verdad, por la regeneración y el progreso de la humanidad, porque los infelices, desheredados de la fortuna sacudan las ignominiosas cadenas del fanatismo y la ignorancia, y se yergan y se levanten y con la frente alta, con la mirada hacia arriba, puedan medir la fuerza de sus tiranos, despreciarla y vencerla; para que puedan contemplar sus verdaderos destinos y no pierdan su tiempo encarnizados en luchas estériles que no hacen sino debilitarlos y retardarse en su marcha evolutiva hacia delante”.[11]
           
También le dice que con su espíritu libre puede comprender la obra divina y colaborar con ella quitando los estorbos; subraya que ahora va a poder ser “colaborador eficaz en la realización del plan divino” y “luchador infatigable por la causa de la libertad y la justicia”.[12] Y le advierte: “para asegurar tu triunfo necesitas cambiar de vida, ser otro, ser un ser enteramente espiritualizado”.[13]
            A veces Francisco no hacía lo que los espíritus le pedían. Por ejemplo, no publicó una protesta contra el permiso que otorgó el gobierno del general Díaz para que dos buques carboneros de 2,500 toneladas anclaran durante tres años en Bahía Magdalena para abastecer a la Escuadra del Pacífico de ese país.[14] Y eso a pesar de que su guía, José, le dijo el 19 de diciembre de 1907: “yo doy mucha importancia a la protesta, bajo el punto de vista de que prepara admirablemente el terreno para la próxima lucha y a ti te servirá para darte a conocer como patriota y celoso de su gloria”.[15] Parece que Madero no protestó para evitar interferencias en negocios que su papá estaba realizando en aquella época. Este tipo de comportamientos se los señalaba José como “impurezas”, como un dejarse “influenciar por las cosas materiales”,[16] como una falta de subordinación de la materia al espíritu, como un no estar “enteramente espiritualizado”.
            Por este tipo de omisiones le advertía José:

“Ya sabes, tus retardos, tus faltas, no te desviarán de la misión que tienes que cumplir, pero harán que el éxito sea inmensamente menor, pues lo que hagas en este año, será la base de tu destino, será la base sobre la cual descansará tu obra, y la que le dé su colorido definitivo.
            [...] En caso de que tu esfuerzo no sea tan vigoroso y tan bien dirigido, también recogerás una corona, pero será la de espinas, la de los mártires, la de aquellos que lucharon con un enemigo que no pudieron vencer, pero que siquiera tuvieron la dicha de derramar su sangre por el triunfo de su causa”.[17]

Después de reconocer que Madero triunfó sobre la materia y de aceptar que, en esas condiciones, estaba listo para cumplir con su misión, los espíritus le aseguraron (en agosto de 1908) que a la gente le parecía imposible el triunfo contra Porfirio Díaz, pero que existían muchos elementos no vistos que ni siquiera la harían muy difícil. Entre esos factores mencionaban la misma intervención de ellos en el pensamiento y ánimo del general. Como se lo confesaron a Francisco el primero de noviembre de 1908:

"El General está cometiendo torpeza sobre torpeza y es que está poderosamente sugestionado por nosotros que queremos que no vaya a ser un obstáculo para el restablecimiento de la libertad en México. Ahora podemos ejercer grandísima influencia sobre él, porque ya no tiene el vigor de antes y su energía ha decaído considerablemente, a la vez que las poderosas pasiones que lo movían se han amortiguado con los años. Ni los que lo rodean sienten el apego a su persona que sentían hace algunos años, pues con tanto tiempo de poder absoluto se ha hecho cada día más déspota con los que lo rodean y que le sirven por miedo o por interés, pero no por amor".[18]

Un gobierno dictatorial y una sociedad de cabizbajos, agachados

La hazaña de Porfirio Díaz fue concentrar todo el poder de los mexicanos en sus manos. Eso supuso mes tras mes, año tras año, actos de expropiación y apropiación. Para que el sistema funcionara, él era el que tenía que adquirir poder y los demás mexicanos debían perderlo; y si hacían algo, a pesar de todo, era porque el dictador les concedía el poder de hacerlo. La gente debía ser consciente que el poder se les regresaba o, más bien, se les daba como una inmerecida concesión. Del dictador dependía todo: la independencia del país, la paz, la economía, el orden, el progreso, la vida... Si alguien ganaba dinero, trabajaba, escribía, pintaba, cantaba, rezaba, se casaba... era porque el general se lo permitía.
            La dependencia que había generado Díaz en la sociedad mexicana era tal que Francisco Bulnes, al ser encargado oficialmente de proponer al Presidente para su sexta reelección, tuvo que llamar enérgicamente la atención de sus partidarios. Les advirtió: “La nación debe tener fe profunda en el General Díaz, cierto, pero también en sí misma, o renunciar a ser nación”. “¡Decirle a ese pueblo: ‘la reelección no es más que la bolsa de oxígeno de tu agonía: tu vida nacional y tu civilización tienen que caer en la misma fosa que la vida humana del General Díaz!’ Francamente, señores, presentadas así las cosas, nada más lúgubre que la reelección!”.[19]
            Aunque el discurso estuviera plagado de elogios y terminara con la frase: “Votemos con cariño la nueva reelección del general Díaz” a don Porfirio le molestó mucho lo que dijo Bulnes y desató una campaña de prensa contra los “científicos” (grupo político del que Bulnes era un miembro destacado). Pero no se atrevió a tomar represalias efectivas, porque el líder de los “científicos”, el secretario de Hacienda, José Yves Limantour, estaba en camino de negociar un crédito importante para México que, además, le costaría al dictador el tener que instituir la Vicepresidencia como garantía de que sería sustituido por alguien confiable para la banca internacional. En este campo del dinero y las divisas era donde el Presidente se topaba con los límites de su poder: no controlaba el movimiento del capital extranjero, más bien era dependiente de él. Esa dependencia y ese límite, terminarían por desquiciarlo.
            El héroe de la guerra contra la intervención francesa sabía muy bien lo que significaba para México el no tener crédito o no tener dinero para pagar sus deudas: Francia llegó a México con su ejército para cobrarse a su manera la deuda que el gobierno de Benito Juárez no podía pagar por los medios normales.

Los motivos para someterse

Pero ¿cómo hizo Porfirio Díaz para concentrar el poder, es decir, para apropiarse del poder de los mexicanos y después concederlo a sus elegidos?
            Primero que nada se esmeró en conocer y manejar las motivaciones de sus gobernados. Un día el ingeniero Francisco Bulnes, en la casa del licenciado Hammeken, oyó decir a don Porfirio:

“Los mexicanos están contentos con comer antojitos, levantarse tarde, ser empleados públicos con padrinos de influencia, asistir a su trabajo sin puntualidad, enfermarse con frecuencia y obtener licencias con goce de sueldo, no faltar a las corridas de toros, divertirse sin cesar, tener la decoración de las instituciones mejor que las instituciones sin decoración, casarse muy jóvenes y tener hijos a pasto, gastar más de lo que ganan y endrogarse con los usureros para hacer “posadas” y fiestas onomásticas. Los padres de familia que tienen muchos hijos, son los más fieles servidores del gobierno, por su miedo a la miseria, no a la opresión, no al servilismo, no a la tiranía; a la falta de pan, de casa y de vestido, y a la dura necesidad de no comer o sacrificar su pereza”.[20]

El complemento de esta situación era la percepción de Díaz del aislamiento político del mexicano, debido al poco interés que mostraba en los derechos de sus compatriotas. Eso se lo dijo al periodista norteamericano James Creelman, en la famosa entrevista de marzo de 1908, en el Pearson´s Magazine:

“El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás. Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus deberes. La base de un gobierno democrático la constituye el poder de controlarse y hacerlo le es dado solamente a aquellos quienes conocen los derechos de sus vecinos”.[21]

Porfirio Díaz aplicaba las ideas anteriores sobre todo a la clase media. Su manera de pensar respecto a los indios y campesinos era un poco diferente. En la misma entrevista dijo al respecto:

"Los indios, que son más de la mitad de nuestra población, se ocupan poco de la política. Están acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es esta una tendencia que heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los guíe”.

Pero estas observaciones de los mexicanos de clase media, de los ricos, de los campesinos y de los indios, las redujo a un principio general:

"Todo se reduce a un estudio de lo individual. Es lo mismo en todos los países. El individuo que apoya a su gobierno en paz o en guerra tiene algún motivo personal. La ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el fondo, más que una ambición personal. El principio de un gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino para regular, la ambición individual.[22] Yo he tratado de seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas, quienes son por naturaleza amables y afectuosos y que siguen con más frecuencia los dictados de su corazón que los de su cabeza. He tratado de descubrir qué es lo que el individuo quiere. Aun de su adoración a Dios un hombre espera algo a cambio”.[23]

En este descubrir lo que el individuo quiere, seguía una práctica parecida a la de Napoleón I, quien, según escribió en sus memorias la brillante madame de Rémusat, “cultivaba cuidadosamente las pasiones vergonzosas de la gente que quería dominar”.
            Este era el “psicólogo y sociólogo” Porfirio Díaz, pero al llevar a la práctica su poder dictatorial se apoyaba en múltiples recursos institucionales y extra-institucionales.

Debilitamiento del ejército

            La principal institución en la que se apoyó para llegar a la Presidencia de la República fue el ejército, así que lo primero que hizo fue asegurarse de que ningún otro militar pudiera rebelarse contra el Presidente, como él lo hizo en 1871 contra Benito Juárez (de manera fallida) y en 1876 contra Sebastián Lerdo de Tejada (al que sí logró derrocar).
La estrategia que utilizó para controlar a los militares fue eliminar a los generales rivales (no necesariamente fue eliminación física, a algunos les permitió hacerse millonarios) y debilitar al ejército. Para esto último redujo el personal hasta llegar a 20,000 soldados y a esos pocos los agrupó en pequeñas unidades de manera que ningún jefe militar contara con tropa suficiente como para intentar algo significativo. Por si eso fuera poco mantuvo la discordia al interior de la organización: cada comandante de zona militar (hizo doce) tenía como vecino a uno que le era antagónico; y al Presidente le interesaba que los subordinados odiaran a su comandante de zona.
            Además, a los coroneles le abría la puerta para que robaran a sus subordinados y se aseguraba que pudieran conseguir un patrimonio qué defender. Le interesaba que consiguieran mínimo tres o cuatro casas que les aseguraran ingresos complementarios y los desmotivara a participar en rebeliones.[24]
            Otro aspecto de la debilidad del ejército fue que gran parte de sus soldados eran reclutados a la fuerza (la leva) y esa falta de voluntad del soldado enganchado reducía mucho su confiabilidad y combatividad para enfrentar al enemigo y a cualquier adversidad.
            Uno de esos reclutados a la fuerza y de insegura lealtad al gobierno, fue Emiliano Zapata. El 11 de febrero de 1910 fue enganchado en el Noveno Regimiento de caballería, apostado en Cuernavaca. Fue necesaria la intervención de “Ignacio de la Torre y Mier, yerno de Porfirio Díaz, para que le dieran licencia. A cambio de esto, Zapata comenzó a trabajar para él como caballerizo mayor de sus establos de la ciudad de México”.[25]

Gobernadores dependientes e impopulares

Los gobernadores reproducían a nivel local el mismo esquema político del Presidente Díaz a nivel nacional: eran pequeños dictadores en sus estados y la mayoría se reeligió durante muchos años. Su poder local, sin embargo, era nulo a nivel nacional, porque no contaban con fuerza propia capaz de oponer una resistencia significativa a las órdenes del general Díaz.
            Sobre la actitud de don Porfirio hacia los gobernadores nos dice Bulnes: “Nada le complacía tanto como saber que alguno o algunos de los gobernadores de los Estados, que había impuesto, eran abominablemente impopulares. Esos, podían estar seguros de nunca ser removidos de sus puestos”.[26] La impopularidad del gobernador lo hacía consciente de que su puesto se lo debía y dependía del Presidente; a Díaz esa impopularidad le convenía porque le aseguraba que el mandatario local no contaba con poder suficiente para desafiarlo y su debilidad facilitaría su remoción en caso de ser necesario.
            Esta dependencia y debilidad ante el Presidente hacía que todos los gobernadores se sintieran inseguros en sus puestos y vieran la conveniencia de corromper a Rafael Chausal, secretario privado del general Porfirio Díaz, pagándole 500 pesos al mes, para que no le mostrara al dictador las cartas que les eran desfavorables.[27]
            Bajo Porfirio Díaz, la situación de los gobernadores en relación a sus gobernados puede ilustrarse con un hecho notable que en su momento impactó profundamente la formación política de Francisco I. Madero. El 2 de abril de 1903, día en que se celebraba la victoria de Díaz sobre los franceses y la recuperación de la ciudad de Puebla, quince mil personas se manifestaron por las calles de Monterrey, para apoyar la candidatura a la gubernatura del estado del abogado Francisco E. Reyes. El gobernador de Nuevo León, el general Bernardo Reyes, que buscaba la reelección, tuvo a bien ordenar a sus hombres que disolvieran a balazos el mitin de sus opositores cuando la gente estaba reunida en la plaza Zaragoza. Los disparos contra hombres, mujeres y niños se hicieron desde las azoteas de la presidencia municipal,  de un casino y de una casa comercial. Hubo quince muertos e infinidad de heridos.[28]
            La consecuencia de la represión sangrienta fue que el general Reyes fue sometido a juicio político en la Cámara de Diputados y se mantuvo en suspenso su destino para humillarlo y para que sus enemigos los “científicos” tuvieran, por un tiempo breve, el sabor de la venganza contra su rival. El general Díaz perdonó al general Reyes sus asesinatos, pero organizó las cosas de tal manera que el mismo Reyes, los científicos y el pueblo indignado de Nuevo León, comprobaron que no eran nada, que no podían nada y que el dictador lo podía todo.
            Porfirio Díaz dio por concluido este asunto político diciéndole a Joaquín Casasús, presidente de la Cámara de Diputados: “Si permito que la gente me bañe con flores y toda clase de elogios por dejarlos hacer su voluntad en el régimen de ese Estado y no acepto al gobernador que considero conveniente imponer, debo dar por concluida mi misión, mi autoridad y mi honor”.[29]
            No importó pues que los manifestantes de Monterrey fueran partidarios del general Porfirio Díaz y opositores del general Bernardo Reyes. En los hechos, esa diferencia política no era significativa: “En cada Estado, aspirar a ser gobernador, era como proclamar la rebelión a mano armada, cometiendo el crimen nefando de trabajar en contra de la paz, fundada sobre la eterna parálisis política nacional”.[30]

La ley se somete a la voluntad del dictador

La impunidad de Bernardo Reyes por una evidente disposición presidencial no fue un suceso excepcional: el sometimiento de la ley a la voluntad de Porfirio Díaz era una de las consecuencias prácticas del haber concentrado todo el poder en sus manos y de haberles expropiado su poder a los demás. Un mínimo de igualdad real es la que sostiene la igualdad ante la ley; si en la realidad la desigualdad es tan grande, la igualdad formal se vuelve insostenible, ficticia o inexistente.
            El general Díaz designaba a los jueces y podía removerlos con facilidad. Esta dependencia de los jueces aseguraba su disposición a seguir la orientación marcada por el Presidente en cualquier conflicto judicial. Los favoritos del régimen eran los favorecidos en las resoluciones; los ignorados o devaluados por el sistema, eran siempre los perjudicados. Con esos criterios los favoritos no podían temer el “peso de la ley” y un extranjero siempre tenía razón, y si era estadounidense más.
            Ningún periodista en prisión consiguió nunca un amparo de la Corte, tampoco los campesinos despojados de sus tierras obtuvieron resoluciones favorables. Cualquier obrero podía estar seguro de perder un pleito judicial.
            La primacía del favorito sobre la ley se expresó con nitidez extraordinaria con el gran amigo de don Porfirio, el multimillonario español Íñigo Noriega. En una ocasión Díaz se enteró de que este protegido suyo había dicho: “. Díaz respondió: ”.[31]
            El modo de ejercer el poder de don Porfirio se reproducía en todas las instancias gubernamentales, de modo que los jueces, cuando no había consigna superior, actuaban según su voluntad. Hay una descripción de José Castillo que nos da una idea de cómo era el trabajo cotidiano en la Corte y de ese estilo personal y arbitrario:

“Algo digno de verse era la entrada a la pequeña casa en la Avenida Juárez en donde estaba instalada la Corte [...] Parados en la entrada o en la acera, espiando el arribo o la partida de los magistrados, casi persiguiéndolos, estaban los distinguidos abogados. Allí debían esperar, moderando su impaciencia, disimulando su ira; y sólo podían hablar a estos caballeros de la justicia en medias palabras, casi corriendo, sintetizando su pensamiento, haciendo de su derecho de petición una especie de recomendación personal para el asunto y convirtiendo [...] la administración de la justicia en un favor. No todos [...] permitían que se les dirigiera la palabra; concedían este favor sólo a sus íntimos; y ponían una cara tan avinagrada a quienes no eran sus amigos, que el más atrevido se descorazonaba; y ellos [los magistrados] pasaban de prisa sin detenerse, escuchando apenas a sus interlocutores. Otros, más afables, concedían atención y amabilidad, pero daban sus audiencia al aire libre en la puerta de entrada”.[32]

Las humillaciones del abogado común no las padecía, por ejemplo, Rodolfo, el hijo del general Bernardo Reyes. Sobre él nos dice Bulnes:

“Al licenciado don Rodolfo  Reyes no se le iba un [...] Ese joven, acabado de salir de las aulas tan tierno, era ya omnipotente, podía hacer temblar a todos los intereses nacionales, y poner en insomnio angustioso a todo el que tuviera un peso en la bolsa o en algún documento. En el primer año, su bufete le produjo 900,000 pesos, lo que alarmó a la población no obstante su costumbre de vivir en crónica tiniebla. El licenciado Dávila [yerno del general Bernardo Reyes], en Nuevo León y Coahuila, no perdía un litigio”.[33]

Por otro lado, la justicia en el campo seguía el mismo estilo: dependía en gran parte del jefe político del lugar, un pequeño dictador, y de los rurales. Estos últimos, significativamente tenían como lema: “Fusilen primero y después averigüen, si acaso”.[34]
            A Porfirio Díaz no le faltaron intelectuales que lo respaldaran y lo justificaran.  Justo Sierra, por ejemplo, fue uno de los grandes teóricos de la dictadura. Decía que las leyes de la Constitución “o son la fórmula práctica del modo de vivir de una nación, o no son nada ni nada merecen ser”[35] y condenaba a la Constitución de 1857 porque, según él era irreal e impracticable (era un bello poema).[36] Aconsejaba la restricción de la libertad política de los mexicanos[37] porque en México predominaban “las fuerzas disolventes o de disgregación, y sólo un gobierno fuerte puede contrarrestarlas”.[38]
            Esta mentalidad de Justo Sierra parece un refrito y una pequeña variación de la frase de Napoleón I: "La ley no se ha violado si el país se ha salvado". Con el mismo sentido el general Victoriano Huerta utilizó esa frase al abrir las sesiones del Congreso en 1913 después de derrocar a Madero y asesinarlo.[39]

El sometimiento de los trabajadores del campo

El sistema judicial de la dictadura fue muy útil para que los terratenientes despojaran de sus tierras a los pueblos y campesinos de la zona sur y centro de México. Esas habían sido las tierras que los españoles no habían convertido en haciendas y que habían quedado bajo control directo de la corona. Aunque los funcionarios españoles oprimieron y exprimieron más a estos campesinos que los hacendados a sus peones, los indios de esas tierras conservaron aspectos de su organización tradicional y después de la independencia incluso mejoraron su situación; pero la expansión del ferrocarril aumentó el valor de las tierras comunales y despertó el deseo ajeno de expropiarlas. Los despojos arbitrarios a los pueblos fueron la base para la rebelión campesina en México durante la década de 1910, especialmente en Morelos y Guerrero.[40]
            En relación a estos robos John Womack cita una anécdota que se contaba sobre Emiliano Zapata:

“Los de Anenecuilco se acordaban de una historia de su niñez, según la cual, siendo niño, había visto a su padre llorar de rabia por causa de la usurpación que la hacienda local había hecho de un huerto que pertenecía al pueblo, y había prometido que su padre recuperaría la tierra. Si ocurrió el incidente, debió tener entonces nueve años de edad, y era el noveno de diez hijos, sólo cuatro de los cuales vivieron hasta alcanzar la edad adulta”.[41]

Los pueblos indios que se rebelaron antes de la revolución fueron los yaquis, que iniciaron una guerra de guerrillas desde 1885 para defenderse  del despojo de sus tierras; y los mayas que en la última guerra contra el gobierno combatieron de 1901 a 1904 cuando entró Victoriano Huerta a reprimirlos con el ejército.
            Sobre esta rebelión de los mayas, Madero escribió en su libro:

“Nosotros hemos sabido, por algunos yucatecos, que los indios estaban en paz cuando fueron sorprendidos por las fuerzas federales; así es que, según parece, no estaba justificada esa guerra, pues ya lo hemos dicho, la civilización no se lleva a punta de bayonetas, sino en los libros de enseñanza; no es el militar el que ha de ser su heraldo sino el maestro de escuela.
            De cualquier manera que sea, allí tuvimos otra guerra costosa para el erario nacional, y como resultado, que el territorio de Quintana Roo fuera repartido entre un reducido número de potentados”.[42]

            Por otro lado, con la entrada del ferrocarril y la derrota de los apaches y los indios nómadas, hacia el año 1885, los colonos militares del norte, particularmente los de Chihuahua, también fueron despojados de sus tierras por los hacendados sin que hubiera recurso legal que valiera. Estos colonos también se incorporaron después a la revolución.[43]
            Los despojos de las tierras de los pueblos aumentaron el número de campesinos que obtenían de las haciendas terrenos cultivables. Como medieros estuvieron sujetos a una gran cantidad de arbitrariedades sin que pudieran defenderse de manera efectiva. El dinero y la semilla que los hacendados adelantaban para la siembra, los cobraban al tiempo de la cosecha a un sobreprecio del 100% o más. Si se moría un buey de la hacienda mientras lo utilizaba un mediero, tenía que reponerlo, y esto ocurría muy seguido pues el hacendado prestaba los bueyes más viejos.
            Los medieros tampoco tenían seguridad. Sin importar las condiciones del contrato, el hacendado podía presentarse intempestivamente a confiscar la cosecha y no había tribunal que interviniera para proteger al mediero.[44]
            La situación de los peones de las haciendas era todavía peor.
En el sur, donde se producían bienes agrícolas de exportación, como eran: caucho, café, tabaco, henequén y azúcar, los trabajadores parecían esclavos. Había escasez de mano de obra y el gobierno la abastecía con indígenas deportados, con delincuentes, y con enganchados-secuestrados en las ciudades: borrachos pobres o indigentes. Los trabajadores migratorios, por otro lado, estaban atados a las haciendas por deudas. La policía y los jefes políticos se encargaban de hacer volver a los peones que escapaban rompiendo sus contratos.
El peor lugar del sur era, tal vez, Valle Nacional, en Oaxaca. John Kenneth Turner describió muy bien las condiciones del lugar en su famosa obra México bárbaro:

“El esclavista de Valle Nacional ha descubierto que es más barato comprar un esclavo en 45 dólares, hacerlo morir de fatiga y de hambre en siete meses y gastar otros 45 dólares en uno nuevo, que dar al primer esclavo mejor alimentación, no hacerlo trabajar tanto y prolongar así su vida y sus horas de trabajo por un periodo más largo”[45]

En el centro de México las haciendas producían para el mercado interno: maíz, trigo, pulque, y en Morelos, azúcar. A diferencia del sur, aquí había más disponibilidad de mano de obra, así que la práctica de peones por endeudamiento se realizaba sobre todo en lugares donde podían ser contratados como obreros: los estados de México, Puebla, Tlaxcala, Hidalgo, etc. Pero los efectos sobre el peón y la productividad no eran buenos, como lo señaló el terrateniente Refugio Galindo en un estudio encargado por el obispo de Tulancingo:

“Evidentemente, cuando un peón se va con una deuda que comprende no poder pagar jamás, siente el desaliento moral que es consecuente al que se considera sin su libertad para poder trabajar aquí y allá; y este desaliento se refleja en la acción física, de lo que resulta que el trabajo que hace es muy deficiente, tanto por lo mal ejecutado como por la lentitud con que lo verifica y en este caso de deuda del peón es perjudicial para él y para su amo, pues aquél se hace el cargo de que como está debiendo, tiene su amo que resignarse a sufrir sus morosidades y sus faltas, contando con la seguridad de que quedarán impunes, porque, ¿de qué manera se puede castigar a ese peón por sus faltas’ Si se le pega, la ley castiga al que se toma justicia por su mano si se lleva a la justicia, se carece del trabajo del peón, el patrón pierde el tiempo y el reo sale del juzgado con sólo una amonestación que nada aprovecha ni corrige y sólo sirve para acrecentar su insolencia”.[46]

Los hacendados también eran muy vulnerables, pero ellos no salían perjudicados como parte de un proyecto político sino como resultado de la corrupción gubernamental y los errores en la política financiera.
            Un ejemplo de corrupción con efectos desastrosos. El secretario de Fomento, Olegario Molina, que estaba muy vinculado con la International Harvester Company, el mayor comprador de henequén en el país, influyó para que el Banco Nacional “en vez de mantener retiradas del mercado grandes cantidades del producto”, como era el acuerdo, “puso súbitamente a la venta todo el henequén almacenado y en vez de que el precio del henequén subiera como había sido el proyecto anterior, la venta hizo que bajara al punto de llevar a muchos hacendados [de Yucatán] casi a la ruina”.[47]
            Un ejemplo de política financiera desastrosa. Primero Limantour permitió que los bancos prestaran su dinero a plazos prácticamente indefinidos, pues las deudas casi no se pagaban, más bien se renovaban periódicamente. Después, en 1908, tratando de salvar a los bancos de la quiebra, aplicó la política totalmente opuesta: además de restringir el crédito de manera severa,[48]ordenó a todos los bancos que recuperaran todos los créditos cuantiosos en seis meses. En vista de que todas las haciendas en México estaban fuertemente hipotecadas e infladas en su valor, esto los puso contra la pared”.[49]
            Esta última medida introdujo una fuerte tensión entre Madero y su padre, pues éste veía que la publicación del libro: La sucesión presidencial en 1910 perjudicaría los arreglos que estaba haciendo respecto a las deudas que tenía contratadas con los bancos.
            Tratando de evitar esa publicación que tanto le disgustaba en esas circunstancias, don Evaristo Madero le escribió a su nieto Francisco a finales de 1908:

“Muy querido hijo: Correspondo a tu grata del 30 del pasado manifestándote con grande disgusto que te andas metiendo en las patas de los caballos, pretendiendo meterte de redentor cuando debes saber que éstos salen crucificados [...] Apenas puede creerse que un hombre como tú que te consideras buen hijo, expongas a un fracaso los intereses comprometidos de tu buen padre, pues no se te oculta que aunque la tal publicación la hagas contra mi voluntad y la de tu padre, y que sean todas creaciones tuyas, no podrán creer que dejemos nosotros de tomar parte activa en esa publicación porque deseamos y pretendemos obtener colocación por lo cual nos comprometes a todos; en un descuido eres la causa de la ruina de tu buen padre.
Por supuesto que tendrás varios compañeros que te pongan por las nubes porque tú pones el cascabel al gato y te dirán que lo haces como uno de los mejores reformistas, subiéndote a las nubes y comparándote con el gran Demóstenes y no sabes que se burlan de ti.
Apenas puede creerse que un hombre como tú que debías ayudar a u padre a enderezar sus negocios, vengas a servirle de rémora y aun a contribuir para su ruina […] Cada vez que reflexiono sobre tu conducta, me temo hasta que hayas perdido la cabeza, supuesto que no consultas opiniones de personas sensatas y siento que te hayas metido en cabeza de once varas, por no decir en camisa. Tú eres uno de tantos que han metido a tu padre en dificultades y en lugar de ayudarlo a salir de ellas contribuyes a su ruina”.[50]

Las ataduras de los obreros

En general los obreros trabajaban entre 14 y 16 horas diarias, con pequeños intervalos para alimentación. La época del año en que más se extendía la jornada de trabajo era en los veranos, pues se aprovechaba la mayor duración del día para trabajar más. El ritmo laboral reducía la vida casi a trabajar y dormir, porque no era tan rara la ausencia de días de descanso
            El salario variaba en torno a un peso diario, en algunos lugares podía ser de .75 centavos y en cambio en algunas minas podía llegar hasta dos y tres pesos, pero muchas veces se sustituía el dinero en efectivo por vales para que el obrero lo utilizara en comprar alimentos, vestidos y otros artículos en la tienda de raya que generalmente estaba ubicada dentro de la fábrica. A los vales se acostumbraba a reducirles 10% de su valor, con lo que se reducía el salario y la capacidad de compra del trabajador. Las mercancías, además, solían ser más caras y de menor calidad que las existentes en las tiendas comerciales.
            Se le otorgaban al obrero préstamos o pagos por adelantado con el fin de mantenerlo endeudado, para que “no le sobrara dinero para emborracharse”.
            Era costumbre multar a los obreros por toda clase de faltas a los reglamentos: conversar, fumar, descansar, etc. Muchos capataces y supervisores consideraban esas multas como parte de su ingreso adicional.
            El control sobre los obreros se daba en la empresa, en las actividades políticas y también en la vida familiar cotidiana:

“Fue de gran interés para el burgués rural e industrial mantener cerca a sus trabajadores para que no perdieran mucho tiempo en transportarse al lugar de trabajo. La construcción de habitaciones a cuenta de los propietarios, dentro de los linderos de las fábricas, se observó continuamente en el periodo que nos ocupa. Estas eran ofrecidas en alquiler al obrero, con lo que el empresario imponía restricciones en su modo de vida: las visitas particulares eran posibles sólo con permiso, las lecturas de cualquier tipo quedaban sujetas al visto bueno de los propietarios, etc. Existían, incluso, grandes fábricas que contaban con cárceles privadas para todos aquellos que no se amoldaran a los reglamentos internos”.[51]

Sobre la relación de Porfirio Díaz con los obreros, Francisco I. Madero escribió en su libro:

Al general Díaz no le conviene “apoyar al obrero en sus luchas contra el capitalista, porque mientras el obrero, al elevarse, constituye un factor importante en la democracia, el capitalista siempre es partidario del gobierno constituido, sobre todo cuando es un gobierno autocrático y moderado. El general Díaz encuentra uno de sus más firmes apoyos en los capitalistas, y por ese motivo, sistemáticamente estará contra los intereses de los obreros”.[52]

Las condiciones de trabajo y de vida descritas involucraban (en números redondos) a un millón de obreros, que era la cantidad que había en 1910. Según el censo de ese año: había, además, tres millones de peones del campo, lo que sumaba un total de cuatro millones de trabajadores en un país con quince millones de habitantes. Se informó también que había 830 hacendados y 410 mil agricultores.[53]
Los cuatro millones de trabajadores fueron atados de una manera efectiva, durante más de treinta años, por el gobierno y por las empresas. Pero además de las ataduras mencionadas, es importante señalar que sobre cualquier mexicano: obrero, campesino, profesionista, empleado o hacendado, pesaba además una medida de terror. La Constitución de 1857 autorizaba a funcionarios políticos y administrativos a imponer multas hasta por quinientos pesos y un mes de arresto a cualquiera de los quince millones de habitantes de la República. No se tenía la obligación de fundar la orden de arresto. Concluido el mes se dejaba en libertad, pero podía ser arrestado otra vez de manera inmediata con el mismo procedimiento. De esta manera, escribe Bulnes:

“No es necesario tener a un hombre cinco o diez años en la cárcel para aterrorizarlo, basta que sepa que lo pueden poner preso a perpetuidad arbitrariamente o por seis meses, para doblegarlo y hacerlo arrodillar ante el jefe político y proclamarse el más discreto y obediente de los esclavos”.[54]

Aunque la dictadura de Porfirio Díaz contara con facultades extremas, como la mencionada, no necesariamente recurría a ellas para imponerse dentro de los cauces normales.

La subordinación de chihuahuenses y sonorenses

Por el papel decisivo que jugaron en la revolución vamos a ocuparnos brevemente de la manera tan opresiva en que se vivió la dictadura en los estados fronterizos del noroeste.
Sonora, Chihuahua y Coahuila fueron estados que llevaron una existencia prácticamente autónoma antes de la llegada del ferrocarril y de Porfirio Díaz, pero desde 1880 esos estados se transformaron y se integraron a México. Chihuahua fue controlado por el hacendado Luis Terrazas y Sonora por el general Luis E. Torres (ayudado por el gobernador Rafael Izábal y por el Vicepresidente de México, Ramón Corral). El arreglo al que llegaron con el Presidente de México les permitió tener un gran control sobre sus estados y una menor dependencia del dictador en muchos asuntos prácticos.
            Friedrich Katz describe la manera en que estos caudillos ejercieron el poder en Chihuahua y Sonora sobre todo en los últimos diez años del porfiriato:

“Díaz dio a los nuevos caudillos un control casi ilimitado de sus estados y colocó a muchos de ellos en puestos importantes dentro del gobierno federal. En este punto el poder de los nuevos caudillos excedía a los más desorbitados sueños de sus antecesores de la época anterior a Díaz. Cualquiera que quisiera tener un cargo en el gobierno, dependía de ellos. Cualquiera que presentara una demanda tenía que apelar a jueces nombrados por ellos. Cualquiera que necesitara crédito tenía que recurrir a bancos controlados por ellos. Cualquiera que deseaba obtener empleo en una compañía extranjera probablemente tenía que depender de su mediación. Cualquiera que perdiera sus tierras por pasar éstas a ser propiedad de una compañía deslindadora, podía culparlos a ellos. La nueva oligarquía local no sólo había sobrepasado ampliamente a la tradicional en cuanto al poder que ejercía, sino que también se liberó de restricciones y obligaciones que habían tenido que soportar sus antecesores. No le debía respeto a la autonomía municipal, ni tenía que dar protección contra los ataques de los apaches o contra las agresiones del gobierno federal. En consecuencia, no hay por qué sorprenderse de que las oligarquías chihuahuenses y sonorenses se convirtieran rápidamente en blanco de la oposición que unificó a los grupos más diversos de la población, si bien era poco lo que los unía fuera de su odio a la omnipotente oligarquía caudillista.
            Los caudillos de Coahuila fueron una excepción. A diferencia de lo sucedido en Sonora y Chihuahua, en Coahuila no hubo ninguna alianza duradera entre la nueva oligarquía y el gobierno de Díaz. De hecho, a comienzos del nuevo siglo ambos se hallaban en conflicto abierto”.[55]

La diferencia que hace Katz con Coahuila es que el hombre más rico de ese estado (y uno de los más ricos del país), don Evaristo Madero (abuelo de Francisco) no tenía el control político ni era porfirista. Fue gobernador de 1880 a 1884 en el periodo presidencial del general Manuel González, pero después se concentró en sus negocios y le dejó el terreno político libre a los aliados del dictador. Como empresario tampoco se asoció con los estadounidenses como lo hicieron los caudillos de Sonora y Chihuahua.

Las humillaciones y el sometimiento de Corral, Limantour y el general Reyes

La libertad y la dignidad parecían ser características exclusivas de Porfirio Díaz. Además de él, y por culpa de él, era difícil encontrar en toda la sociedad a mexicanos libres y dignos.
Ni siquiera los tres políticos más elevados y notables de la dictadura pudieron actuar con dignidad. Ramón Corral (Vicepresidente y sucesor oficial), José Yves Limantour (encargado de la economía y el político más influyente) y el general Bernardo Reyes (caudillo militar), para conservarse en las “alturas”, agacharon la cabeza, comieron el montón de humillaciones que les sirvió su jefe y traicionaron a sus amigos y partidarios con mucha ligereza.
            Limantour, sin embargo, se vengó y traicionó a don Porfirio cuando la lucha de los maderistas contra la dictadura adquirió una fuerza irresistible. La revolución le dio la oportunidad de desquitarse de las humillaciones que le había dado su jefe y compadre. Esa fue también la ocasión para que Ramón Corral impusiera condiciones al Presidente (“No renunciaré hasta que usted renuncie”, le dijo al Presidente).

El “suicidio” del general Reyes

El general Bernardo Reyes, en cambio, no pudo ni vengarse ni liberarse, sólo acumuló un montón de fracasos espectaculares que lo llevaron a un suicidio que disfrazó en la forma de combate militar. En febrero de 1913 se rebeló por segunda ocasión contra el gobierno de Madero. Después de ser liberado de la prisión, montó en su caballo y encabezó a tres mil soldados que entre sus armas contaban con seis cañones y catorce ametralladoras.[56] “Arengando a la multitud que lo vitoreaba”, sin ninguna protección para él ni para su gente y sin disparar cañones que prepararan la ofensiva,  ordenó a su tropa asaltar de frente al Palacio Nacional que estaba protegido por 500 soldados bien parapetados y armados con ametralladoras. El resultado del ataque y de la lluvia de balas, fue la muerte del general Reyes y la masacre de cientos de sus soldados.
Bernardo Reyes había preparado su muerte con notables derrotas políticas y militares. Cuando tenía casi todo a su favor, no se atrevió a rebelarse contra Porfirio Díaz. Después, en diciembre de 1911, cuando Madero iniciaba su Presidencia gracias a su victoria en las elecciones con una apabullante mayoría de votos, a Reyes se le ocurrió levantarse en armas. Como nadie acudió a su llamado, se rindió quince días después de haber iniciado su tan anunciada revolución. Y se rindió sin ningún combate, fue vencido por su ineptitud.
Del estado de ánimo del general Reyes, durante el año que pasó en la cárcel de Santiago Tlaltelolco como consecuencia de su fracasada revuelta, nos dice su hijo Rodolfo: “tenía fiebre de desesperación, de humillación, de dolor, de despecho y sin cesar suspiraba porque la muerte llegara a libertarlo”.[57]
            Así que cuando los organizadores del golpe de Estado contra Madero lo liberaron de la prisión para que los encabezara en la lucha, aprovechó la oportunidad que se le daba, no para ganar sino para morir como tanto había deseado: en combate.

Limantour fue ensuciado por encargo de don Porfirio

            Pero veamos las humillaciones que padecieron estos tres políticos porfiristas antes de que realizaran las traiciones y fracasos que mencionamos.
            Ya habíamos dicho que Porfirio Díaz estudiaba a la gente para conocerla y someterla. Uno de los principales aspectos en los que se fijaba era en las motivaciones. Cuando veía a una persona lo primero que se preguntaba era: ¿qué quiere? Se relacionaba siempre de voluntad a voluntad, por así decirlo.
            Al periodista Creelman, en su famosa entrevista le dijo:"La experiencia me ha convencido de que un gobierno progresista debe buscar premiar la ambición individual tanto como sea posible, pero debe poseer un extinguidor, para usarlo firme y sabiamente cuando la ambición individual arde demasiado para que siga conviniendo al bien común."
            El general Díaz sabía que Limantour y el general Reyes querían ser Presidentes de México y esperaban que el dictador eligiera a uno de los dos como sucesor. Díaz, en cambio, mientras estuviera vivo no quería saber nada de  sucesores y cualquier referencia a la sucesión presidencial la entendía como una referencia a su muerte. Así que a la pregunta que se hacía sobre lo que querían Limantour y Reyes no era difícil adivinar, la respuesta era: Limantour y Reyes me quieren muerto.
Lo que hizo entonces fue jugar con la ambición de los dos. A cada uno le dio el mensaje de que se pusiera listo para llegar a la cumbre; y ponerse listo quería decir: ganarle al rival. La idea que tenía era que Reyes fuera el extinguidor de la ambición de Limantour y éste el extinguidor de la ambición de Reyes, porque esas ambiciones no convenían al “bien común”, es decir, a la dictadura vitalicia de don Porfirio.
Según Bulnes, la primera vez que el general Díaz le ofreció la Presidencia a Limantour fue a principios de 1899. Don Porfirio hizo ese ofrecimiento por dos razones: la primera es que estaba preocupado por la popularidad de Bernardo Reyes, y la segunda es que sabía que su ministro de Hacienda tenía una enfermedad que lo llevaría a la tumba en menos de un año. Pero cuando Limantour fue a Europa a renegociar la deuda regresó con la enfermedad superada (para sorpresa del Presidente) y se encontró (para su desconcierto) con que el Partido Nacional Porfirista había lanzado la candidatura de Díaz para la quinta reelección (octubre de 1899):

“el general Díaz, temiendo que el señor Limantour tuviese dignidad de hombre público, y temiendo perderlo, resolvió neutralizar los efectos de su falta de palabra, que debía ser siempre de honor; ofreció al agraciado que le cedería la Presidencia, haciéndolo nombrar por el Congreso, Presidente interino, mientras él permanecería retirado de su cargo, con licencia indefinida, la que sería pedida tres a cuatro meses después de haber comenzado el nuevo periodo presidencial.
            El caudillo tomó posesión nuevamente, el 1º de diciembre de 1900; pasaron los cuatro meses, y no cumplía su palabra; pasó todo el año de 1901, y tampoco; pasaron los primeros nueve meses de 1902, y nada del asunto. Limantour, de lívido, se había transformado en verdoso, y con su silencio de culebra de circo empaquetada en una caja, demandaba el cumplimiento de lo arreglado”.[58]

Así se aproximaba el año de 1903 en que debían iniciar los trabajos para la sexta reelección y don Porfirio tenía en mente la promesa a Limantour, así que discurrió que para liberarse de lo prometido, lo mejor que podía hacer era declararle a sus amigos su intención de entregarle la Presidencia a su secretario de Hacienda a menos que se levantara una “ola de agitación” en todo el país contra el señor Limantour. Los partidarios del dictador entendieron muy bien que estaba ordenando una “ola de agitación” y la emprendieron. Los principales promotores de la ola fueron el general Bernardo Reyes y su hijo Rodolfo a través del periódico La Protesta fundado especialmente con ese propósito. El resultado de esa “ola de agitación” fue doble:
Limantour y Ramón Corral le probaron a don Porfirio que los principales promotores de la campaña sucia y vulgar contra el ministro de Hacienda y su grupo eran el general Reyes y su hijo. Esto lo aprovechó Díaz para destituir a Reyes como secretario de Guerra y regresarlo a la gubernatura de Nuevo León.
El otro resultado de la campaña ordenada por Díaz fue el efecto que tuvo en su “amigo” el ministro de Hacienda. Un hombre cercano a José Yves Limantour y que lo conocía bien, Francisco Bulnes, escribe al respecto:

“Es imposible que un hombre del orgullo del señor Limantour, y de su potencia subjetiva para verse colosal, sintiendo que tenía derecho a ser respetado por el César porque lo había salvado de la revolución, conteniendo el saqueo de las arcas públicas, haya olvidado que el tirano lo mandó ensuciar públicamente y atacarlo en su vida privada y la de su familia, sin otro fin que hacer más grande la afrenta de burlarse de sus ambiciones, mérito y honor. Sobre las ruinas del ser civil, debía vegetar tropicalmente el odio Normando”.[59]

Con la simple amenaza de renunciar, Limantour podía haber logrado que Porfirio Díaz detuviera la campaña que lo denigraba, pero no se atrevió a utilizar ese recurso, prefirió vociferar en privado contra su compadre. Y el ingeniero Bulnes, con todo el resentimiento hacia los actores que lo arruinaron política y económicamente, explica así el comportamiento de su antiguo amigo:

“Pero el señor Limantour, no obstante sus millones heredados y su elevada posición social, era un infeliz que hacía ecuación con un empleado decrépito, enfermo, cargado de numerosa familia improductiva y vorazmente consumidora. Hombre tal, tiene motivos para tolerar ofensas aun más fuertes, porque el hambre personal doblega como el apretón de manos de la muerte, y el hambre en seres queridos, resuelve a su protector a comer inmundicias. El señor Limantour, tenía el deber sagrado de nada permitir contra su dignidad. Y sin embargo se doblegó, se prosternó en el suelo de las infamias del Capitolio, y entre sus amigos del “Carro Completo” vociferó, sin hacer gasto de lenguaje meretricio, limitándose a calificar de soldadón ingrato e indecente al Dictador, a quien él había sacado de la sentina en que se estaba ahogando”.[60]

Ramón Corral como símbolo de la impotencia nacional

Tal vez por esta experiencia de humillación e impotencia, Limantour aprendió después a jugar muy bien con su carta de renuncia, consciente del papel y del poder que tenía en México como hombre de confianza de la banca internacional. Ese poder le permitió imponer primero la creación de la Vicepresidencia (en 1904) contra la voluntad de Porfirio Díaz y a sugerir a su amigo Ramón Corral como Vicepresidente. Después en 1910, impuso la candidatura de Corral a la Vicepresidencia con la amenaza de su renuncia a la secretaría de Hacienda si no se le hacía caso. Esa renuncia era algo que Porfirio Díaz no estaba dispuesto a arriesgar.[61]
            Pero esas imposiciones no sólo fueron muestras de poder, también fueron una gran exhibición de impotencia, porque el dictador se encargó de convertir la Vicepresidencia en nada y al Vicepresidente en un sucesor improbable y casi imposible. De hecho Ramón Corral, además de ser un sonorense de carne y hueso, fue el símbolo de la impotencia nacional. Para Díaz fue el símbolo de su impotencia frente a la banca internacional; para Limantour fue el símbolo de su impotencia para gobernar sin el apoyo de Porfirio Díaz; para Bernardo Reyes fue el símbolo de su impotencia de convertirse en el sucesor del dictador; y para todos los mexicanos interesados en la política era el símbolo de la impotencia que tenían para elegir a sus gobernantes.
            Porfirio Díaz para mostrar su rechazo a la Vicepresidencia y al Vicepresidente permitió o promovió que en 1904 la nominación de Ramón Corral como candidato a la Vicepresidencia, se hiciera en el salón de sesiones de la Cámara de Diputados en una gran asamblea compuesta de puros anticorralistas; al político sonorense lo nominaron después de que se le insultara durante tres horas y de que se alabara al reyista Ignacio Mariscal.
            El modo en que se nominó a Ramón Corral como candidato a la Vicepresidencia es muy expresivo de la dictadura de Porfirio Díaz. El mismo Bulnes, en su lenguaje rico en imágenes, comenta al respecto: “sorprende más que después de tres horas de rechazar a Corral hasta de la especie humana, y aun de la canina y porcina, no colocándolo más que entre los escarabajos en su jugo, haya sido postulado, por mayoría, candidato a la Vicepresidencia de la República”.[62]
            Era también muy significativo del estilo político de Limantour el que no hubiera hecho absolutamente nada por proteger a su elegido y amigo Ramón Corral, aunque podía haber hecho mucho por él. Además, ese modo en que se eligió al candidato mostró la impotencia y la incapacidad política del secretario de Hacienda.
            Bulnes relató una conversación que tuvo con Corral después de la nominación de éste en 1904:

“El otro día de esa noche de festival para la degradación, encontré al salir de mi casa a don Ramón Corral, disfrutando de un paseo en la calzada de la Reforma. Nada conocía sobre el parto de su candidatura, lo puse al corriente de los acontecimientos, y le dije: “Esa Vicepresidencia no debía usted aceptarla, si no quiere decaer en sub-hombre. Se le ha elegido, como víctima de una intriga de la que no obtendrá más que deshonor y sufrimiento. Debía usted renunciar también la cartera de Gobernación, y marchar a Europa a ver los toros desde la barrera”.
 “- No sabe usted cuánto deploro que sea tan pesimista”, me contestó Don Ramón Corral,
“- Usted aplaudió mi discurso del 21 de junio de 1903; era ciencia, no pesimismo”.
“- El pesimismo rebaja mucho sus facultades políticas, es preciso perdonar al general Díaz sus caprichos de octogenario, y tratarlo con dulzura, como a todos los buenos amigos enfermos; y respecto de lo demás, “rira mieux qui rira le dernier” [“el que ríe al último ríe mejor”]”.[63]

En la sucesión presidencial de 1910, Porfirio Díaz volvió a humillar despiadadamente a Ramón Corral jugando constantemente con su imposición y con la sustitución. Se encargó de hacerle sentir que era nada y nadie. Además, solía referirse a él como su “Vicepresidente imaginario”.[64]
            El otro humillado con la candidatura de Ramón Corral fue el general Bernardo Reyes que a pesar de tener muchos seguidores en toda la República y de contar con un fuerte respaldo en el ejército no se atrevió a rebelarse contra los dictados del Presidente Díaz y decidió abandonar a su suerte a sus partidarios, dejándolos en una posición incómoda y peligrosa. Afortunadamente para ellos, la candidatura a la Presidencia de Francisco I. Madero fue una alternativa oportuna y salvadora.
            Porfirio Díaz se inclinó por Ramón Corral para Vicepresidente en 1910 por la presión de Limantour, pero también porque le tenía miedo al general Reyes, como le explicó personalmente al doctor Francisco Vázquez Gómez: “usted no conoce al general Reyes, es un hombre de unas pasiones terribles, y si él fuera electo Vicepresidente, sería capaz de mandarme asesinar para quedarse de Presidente”.[65]
            Tal vez el general Reyes habría sido más atrevido desde la Vicepresidencia, pero desde la gubernatura de Nuevo León en la que se encontraba, lo que hizo fue comunicar a sus seguidores que no aceptaba su candidatura a la Vicepresidencia y que respaldaba la de Ramón Corral. Al leer el texto que le envió a sus partidarios es impresionante ver cómo uno de los hombres más poderosos de México, en  julio de 1909, se inclina lleno de miedo y se deshace en adulaciones al dictador que odia.
            Su manifiesto está redactado en un estilo confuso, adulador y grandilocuente. Y con ese lenguaje adulador y confuso, dejó escapar el sueño de su vida y se sometió a la voluntad del dictador. Francisco I. Madero lo trastornó terriblemente, porque hizo lo que él no se atrevió. Esta omisión y esta visión de su falta de atrevimiento y de su incapacidad política acabaron con su vida, al hacerla insoportable.[66]

Luz para los tiempos de oscuridad

Al observar los grandes recursos que tenía Porfirio Díaz para dominar a los mexicanos y los muy pocos que tenían ellos para liberarse de la dominación, el panorama se presentaba más bien negro.
            Madero se daba cuenta de los efectos de la dictadura en la gente. Reconocía que los mexicanos veían los abusos de autoridad como algo normal; y señalaba:

“Esta costumbre ha corrompido a tal grado los ánimos, que ahora lo único que se pretende es evitar que esos abusos recaigan sobre uno mismo, para lo cual se procura estar bien con la autoridad; esa conducta es la que observa la mayoría, generalmente acomodaticia, que quiere vivir tranquila, que sólo se preocupa de sus bienes materiales, del progreso de sus negocios.
            [...] En todos los pueblos, al lado de los que se doblegan pacientemente y sólo se contentan con no estar mal con las autoridades, existe un número creciente en tiempos de despotismo que quiere aprovechar la oportunidad para elevarse, para enriquecerse y que no vacilan en adular a los mandatarios para atraerse su favor.
            Estas dos categorías de sujetos: los que se resignan y los convenencieros, son el apoyo de las autocracias”.[67]

            “[...] Al estudiar fríamente este problema, no se encuentra más solución, que la de cruzarse de brazos y esperar estoicamente el porvenir, sin más esperanzas de salvarnos, que las que tendría una nave sin timón azotada por las embravecidas olas del mar.
Pero afortunadamente no es así. Tenemos a nuestra disposición otros medios de investigación que, penetrando más profundamente en el fondo de las cosas, nos harán encontrar fuerzas poderosas, elementos importantísimos de combate; los mismos que han estado siempre al servicio de nuestra patria en sus días de peligro.
            Esos medios conocidos por todos los grandes hombres de la humanidad, familiares para los creyentes, y que llamamos, fe, intuición, inspiración, sentimiento, nos llevan a un terreno que la razón por impotente, no puede abordar.
            Esa fe es la que siempre ha inspirado los grandes sacrificios, las abnegaciones sublimes; pero no es esa fe ciega que no sabe lo que cree, sino la fe ilustrada y profunda de los clarividentes, de los que a través de la metódica y fría narración de los hechos, han sabido descubrir los grandes destinos de los pueblos y han llegado a percibir la misteriosa mano de la providencia que solícita guía sus pasos”.[68]

Francisco I. Madero ve el panorama negro, pero también es capaz de percibir las fuerzas de la renovación que están operando en todos los niveles sociales: puede ver que Limntour, Reyes y muchos de la clase gobernante no quieren la reelección, pero también detecta que obreros y campesinos tienen una nueva disposición de lucha como lo mostraron los obreros en las huelgas de Cananea y Río Blanco, y como lo mostraban los campesinos y los indios en cientos de disputas abiertas en todo el territorio nacional. Por eso escribía:

“La nueva generación siente vagos, pero vehementes deseos de libertad. En el vasto territorio de la República se nota un estremecimiento, el precursor de los grandes acontecimientos; el del guerrero que antes de entrar al combate concede ese momento de expansión a sus nervios.
            Todo nos hace creer que la nación mexicana se prepara para la lucha, y para el pueblo mexicano, luchar es vencer. La gran cuestión es que se resuelva a entrar en la lid”.[69]

Los espíritus lo invitaron a luchar contra la dictadura y a favor de la libertad de los mexicanos, le propusieron una tarea muy complicada, peligrosa y aparentemente descabellada. Madero no aceptó sin más la propuesta, pensó las cosas y vio que había también una gran racionalidad en la misión encomendada. Los mismos espíritus le pidieron que la pensara bien, porque ese análisis y esa racionalidad era una condición indispensable para la victoria. Incluso la intervención de los espíritus era algo que se debía tomar en cuenta en todo el proceso.
            Cuando el 20 de enero de 1909 quería convencer a su papá (que también era espiritista) que lo apoyara en la lucha que se disponía a emprender, le escribió una carta en este mismo sentido:

“Es bueno que sepas que entre los espíritus que pueblan el espacio existe una porción que se preocupa grandemente por la evolución de la humanidad, por su progreso, y cada vez que se prepara algún acontecimiento de importancia en cualquier parte del globo, encarna gran número de ellos, a fin de llevarlo adelante, a fin de salvar a tal o cual pueblo del yugo de la tiranía, del fanatismo, y darle la libertad, que es el medio más poderoso de que los pueblos progresen.
          Pues bien, México está amenazado de un peligro inmenso, pues si dejamos las cosas como van, el poder absoluto se perpetuará en nuestro país; la corrupción será aún mayor, y en vez de que nuestra Patria pueda cumplir los designios de la Providencia, sirviendo de madre a generaciones de hombre virtuosos, tendrá que sucumbir, víctima de la debilidad y de la corrupción de sus hijos”.
          “Todo está listo ya; por medio de una paciente labor he logrado desarrollar las fuerzas de mi espíritu a fin de no flaquear en el momento supremo. Entre otras, he desarrollado la facilidad de recibir la inspiración por medio de la mediumnidad. Gracias a esto he logrado escribir un libro que hará aliarse (unirse) a mí, todos los que hayan venido a este mundo con la idea preconcebida de luchar, a todos los valientes soldados de la libertad que dejan su quieta mansión en el espacio, por venir a este mundo a impulsarlo, a libertar a millares de seres, a facilitar su evolución, a cumplir en esto con los designios Providenciales, a obrar de acuerdo con el Plan Divino”.[70]

Es interesante que Madero, un liberal y descendiente de liberales que habían luchado por separar a la Iglesia del Estado, entendiera la lucha contra la dictadura como voluntad de Dios, y su participación en ella como colaboración con el Plan Divino, y sin embargo en toda su prolongada campaña política no utilizara a Dios para nada. Apelaba más bien a la voluntad de los mexicanos y a un nuevo plan de vida elaborado por ellos. No invitaba a participar en la liberación con base en revelaciones divinas, sino que convocaba a todos porque era algo muy racional aprovechar la oportunidad histórica que se estaba presentando a los ciudadanos.
            No se lo decía a sus seguidores pero entendía todo su ser, toda su actividad y toda su circunstancia en función de una misión divina. En este sentido le escribía a su padre en diciembre de 1908:

“Los estudios filosóficos que yo he hecho me han llevado al convencimiento que a este mundo hemos venido para trabajar por su progreso, pues si únicamente pensamos en nosotros mismos, y queremos progresar solos dejando atrás al resto de la humanidad, nuestro egoísmo nos ligará a ella de un modo más seguro y no solamente no haremos nada por ella sino tampoco por nosotros mismos.
“[…] Nosotros, con los convencimientos que nos han proporcionado nuestras consoladoras creencias, debemos de comprender que si la providencia pone a nuestra mano tan cuantiosos elementos, al ayudarnos en todas nuestras empresas no lo habrá hecho con el único objeto de que disfrutemos tranquilamente nuestras riquezas; indudablemente que si nos ha armado con tan valiosos elementos de combate como son la riqueza, la ilustración, el patriotismo, no es para que permanezcamos como espectadores en la gran lucha que se inicia, sino para que entremos en la lid valientemente, con la seguridad de que trabajamos en armonía con el Plan Divino y que de lo alto recibiremos la ayuda necesaria”.[71]

La reconstrucción de la nación

Porfirio Díaz había impuesto la “unidad nacional” y en el centenario de la Independencia se trataba de formar los nuevos vínculos con una libertad mínima y básica: con la libertad de elegir a los gobernantes. Los mexicanos debían decidir quién iba a mandar y a quién querían obedecer. A partir de ahí se desarrollarían los demás vínculos. Esa fue la propuesta que Madero difundió por todo México y que fue respaldada por la mayoría de los mexicanos.
            No prometió el cielo ni el paraíso terrenal, agitó las conciencias para conquistar la libertad de sufragio y la no reelección. A Porfirio Díaz le recordó que esa misma era su conciencia cuando se rebeló contra el Presidente Benito Juárez en noviembre de 1871, pues había concluido su manifiesto rebelde con estas palabras: “Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder, y ésta será la última revolución”[72]
            Madero sabía que la nueva unidad nacional debía empezar con la lucha para conseguir algo en el que todo mundo pudiera estar de acuerdo, algo aceptable y querible para todos. Respecto al programa del partido antirreeleccionista sabía que “mientras más extenso sea su programa y encierre más principios, será más reducido el número de los que lo aprueban en su integridad” por eso encerró su lucha en dos principios: “Libertad de sufragio. No reelección”.
            Don Francisco se daba cuenta que si todos aceptaban la libertad de elegir a sus gobernantes, tendrían que aceptar la libertad de palabra para poder conocer al que se va a elegir y para poder persuadir de que se vote por él. Si se aceptaba la libertad de elegir a los gobernantes y la libertad de palabra, tendría que aceptarse también la libertad de asociación, pues el gobernante elegido requería de una gran agrupación en quien sostenerse y con quien llevar a la práctica lo acordado. La no reelección era para evitar que los gobernantes concentraran el poder suficiente para que los electores dependieran de él, en vez de que él dependiera de los electores.
            Y respecto a la libertad de sufragio, su obsesión era evitar el militarismo. Sabía que llegar al poder por medio de una guerra haría que el gobierno pasara a manos de los militares. Las batallas sustituirían a las elecciones; y los soldados y sus armas sustituirían a los ciudadanos como electores de gobernantes. Decía Madero: “el militarismo ha sido siempre el enemigo de la libertad, y el principal obstáculo para el funcionamiento de la democracia, y no la ignorancia de los pueblos”.[73]
            A propósito del presidente Antonio López de Santa Ana escribió: “no debemos esperar nada de esos militares ambiciosos, pues, por tristísima experiencia, hemos visto cómo han antepuesto siempre sus ambiciones personales a los más sagrados intereses de la patria”. Y respecto al presidente Ignacio Comonfort agregó en este sentido: “mal se aviene un militar, acostumbrado a mandar sus ejércitos, con que se le haga ninguna observación; a tener un congreso a quien consultar en todos sus actos; el acostumbrado a mandar no puede obedecer”.[74]
            Madero convocó a la revolución y desató el militarismo, porque no vio otra alternativa para acabar con la dictadura, después de intentar eso mismo por la vía política  electoral. Fue consciente, pues, que había desatado al peor enemigo de la democracia; fue consciente que había sentado las bases para que la elección del gobernante se decidiera de ahí en adelante con las armas y no con los votos. Por eso mismo el principal objetivo de su Presidencia fue hacer todo lo posible por anular la fuerza de los militares. Él consideraba tan peligroso para la democracia al ejército que había surgido de la revolución como al ejército que había heredado de Porfirio Díaz. No se puede entender adecuadamente la manera en que ejerció la Presidencia si no se ve cómo quiso abrirle paso a la nulificación de la fuerza militar. Era un proyecto tan complejo y difícil como hacer la revolución, pero era algo posible. No pudo realizar ese proyecto porque cometió algunos errores.
            Como hasta la fecha no se ha entendido bien este proyecto antimilitarista y democrático de Madero, se le ha juzgado como un político poco inteligente que no supo gobernar. Yo creo, sin embargo, que Francisco I. Madero ha sido uno de los políticos más inteligentes de México y el que ha luchado con mayor coherencia, desde todos los puntos de vista, por la libertad de los mexicanos, incluida la de él mismo.
            Respecto a la libertad de elegir a los gobernantes, Madero hizo posible que todos los mexicanos de su tiempo tuvieran la experiencia de lo que era quitar a los gobernantes que los mexicanos no querían y poner a los gobernantes que querían. Fue un aprendizaje que llegó a la cabeza y al corazón de todos. Después de Madero ya no se pudo prescindir de la gente para gobernar.
            Esta experiencia, este acto de conciencia fue muy diferente en cada uno de los mexicanos, pero fue algo que marcó a todos. Me gustaría retomar aquí la experiencia que generó la revolución maderista en el sonorense Álvaro Obregón, porque su aprendizaje muestra claramente el enlace de la semilla de Madero con los frutos que se dieron después.
El general Obregón nos relata lo siguiente:

“La Revolución estalla [...] Entonces, el partido maderista o antirreeleccionista se dividió en dos clases: una, compuesta de hombres sumisos al mandato del deber, que abandonaban sus hogares y rompían toda liga de familia y de intereses para empuñar el fusil, la escopeta o la primera arma que encontraban; la otra, de hombres atentos al mandato del miedo, que no encontraban armas, que tenían hijos, los cuales quedarían en la orfandad si perecían ellos en la lucha, y con mil ligas más, que el deber no puede suprimir cuando el espectro del miedo se apodera de los hombres. A la segunda de esas clases tuve la pena de pertenecer yo”

Después describe la llegada triunfal de los revolucionarios maderistas a su pueblo de Huatabampo, Sonora, en abril de 1911. Entraron comandados por José Lorenzo Otero, Ramón Gómez y los hermanos Chávez:

“Todos sus partidarios nos apresuramos a recibirlos.
            La impresión que yo recibí al verles, no se borrará jamás de mi memoria: eran como cien, de ellos, setenta armados; de los armados, más de treinta sin cartuchos, y los que llevaban parque lo contaban en reducidísima cantidad; los jefes se podían distinguir en que llevaban dotadas sus cartucheras. Las ropas que usaban todos aquellos hombres indicaban que no habían tenido cambio en mucho tiempo. Las dos terceras partes de ellos poseían montura, y el resto, la improvisaban con sus propios sarapes. Todos aquellos combatientes revelaban las huellas de un prolongado período de privaciones... Empecé a sentirme poseído de una impresión intensa, la que poco a poco fue declinando en vergüenza, cuando llegué al convencimiento de que para defender los sagrados intereses de la patria sólo se necesita ser ciudadano; y para esto, desoír cualquier voz que no sea la del deber. Encontraba superior a mí a cada uno de aquellos hombres”.

Dos meses después del triunfo de la revolución, Obregón fue candidato por el partido antirreeleccionista para la presidencia municipal de Huatabampo y ganó las elecciones. Acerca de este hecho nos dice:

 “Desde ese momento era yo una autoridad legítima, porque había sido elegido por la voluntad del pueblo; pero esto no me reconciliaba con mi conciencia, la que constantemente me decía: ”.[75]

Estos comentarios de Obregón nos recuerdan las palabras de José a Madero que citamos al principio de este ensayo y que señalan el objetivo de la lucha:

“[...] que los infelices, desheredados de la fortuna sacudan las ignominiosas cadenas del fanatismo y la ignorancia, y se yergan y se levanten y con la frente alta, con la mirada hacia arriba, puedan medir la fuerza de sus tiranos, despreciarla y vencerla; para que puedan contemplar sus verdaderos destinos”.[76]










[1] El Papa, por ejemplo, aceptó a México como país independiente hasta el 29 de noviembre de 1836. Tardó quince años en hacerlo debido a que se sentía obligado con España.
[2] La idea de que la debilidad gubernamental reforzaba la autoridad eclesiástica puede encontrarse en Daniel Cosío Villegas, La Constitución de 1857 y sus críticos, Sepsetentas Diana, México, 1980, p.83
[3] Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Editorial Offset, 1985, pp. 13-14 y 15-16
[4] Ibid, p.145
[5] Ibid., p. 144
[6] Francisco Vázquez Gómez, Memorias Políticas 1909-1913, Universidad Iberoamericana, Ediciones El Caballito, México, 1933 (1ª ed.), p.36
[7] Francisco I. Madero, La revolución espiritual de Madero. Documentos inéditos y poco conocidos, Gobierno del Estado de Quintana Roo, México, 2000, p. 202
[8] Ibid. 204
[9] Ibid. p.209
[10] Ibid. p. 213
[11] Ibid. p. 214
[12] Ibid. p.215
[13] Ibid. p.225
[14] Sobre este permiso ver a alfonso Taracena, La verdadera Revolución Mexicana, primera etapa (1901 a 1913), Editorial Jus, México, 1960, p.53 y 58
[15] Francisco I. Madero, La revolución espiritual de Madero, Op.Cit., .p.229
[16] Ibid. p.231
[17] Ibid. p.241
[18] Ibid. p.293
[19] Cita tomada del discurso de Francisco Bulnes en la Segunda Convención Nacional Liberal, el 21 de junio de 1903. Como destacado miembro del grupo político dominante “Los científicos” fue el encargado de postular la sexta reelección del general Díaz.
[20] Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la revolución, Editora Nacional, México, 1952, p. 39
[21] Entrevista Díaz – Creelman, Universidad Nacional Autónoma de México, México,  (Cuadernos del Instituto de Historia. Serie Documental No. 2), 1963. También aparece en Internet.
[22] Napoleón I definió la dictadura como “la ambición de uno contra la ambición de todos”. El general Díaz parece que fue capaz de regular su conducta y la de los demás, manteniendo astutamente estos límites.
[23] Entrevista Díaz-Creelman, Op.Cit.
[24] Para una buena descripción de la manera en que Porfirio Díaz anuló el peligro de una rebelión del ejército contra él, puede verse a Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la revolución, Editora Nacional, México, 1952, pp. 31-33; 299-303. Sobre la manera de deshacerse de sus rivales en sus primeros años como gobernarte, véase a Carleton Beals, Porfirio Díaz, Editorial Domes, México, 1982, pp.231-240
[25] Véase John Womack, Zapata y la revolución mexicana, Editorial Siglo XXI, México, 1979, p.62
[26] Bulnes, Op.Cit. p.215
[27] Carleton Beals, Op.Cit. p.307
[28] Véase, Ricardo Flores Magón, Obras Completas Vol.V. Artículos políticos seudónimos, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2005, pp.100-106
[29] Véase Carleton Beals, Op.Cit. p. 386
[30] La cita es de una afirmación de Francisco Bulnes, Op.Cit. p. 194
[31] Carleton Beals, Op.Cit. p.312
[32] Ibid. pp. 313-314
[33] Bulnes, Op.Cit. p. 184
[34] Beals, Op.Cit. p. 236
[35] Véase Daniel Cosío Villegas, Op.Cit. p.32
[36] Ibid. p.52
[37] Ibid. p.20
[38] Ibid. p.30
[39] Sobre la frase de Huerta, véase Edith O'Shaughnessy, Huerta y la Revolución vistos por la esposa de un diplomático en México,  Editorial Diógenes, S.A. México, 1971, p.78
[40] “En 1910, el 82% de las comunidades estaba incorporado a las haciendas, y aproximadamente el 40% conservaba algunas tierras que representaban en total el 2% de la superficie cultivada de la República, mientras el número de comuneros, con tierra o sin ella, era aproximadamente una mitad de la población rural”. Cita tomada de Enrique Semo et al, México, un pueblo en la historia Vol.2, Editorial Nueva Imagen y Universidad Autónoma de Puebla, México, 1983, p. 215
[41] Véase John Womack, Zapata y la revolución mexicana, Siglo XXI, México, 1979, p.4
[42] Francisco I. Madero, La sucesión, Op.Cit., p.185-186
[43] Sobre lo dicho en este párrafo y el segundo de aquí hacia arriba, véase: Friedrich Katz, De Díaz a Madero, orígenes del estallido de la Revolución Mexicana, Ediciones Era, México, 1982, pp. 11-16
[44] Para este párrafo y el anterior véase: Friedrich Katz, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Ediciones Era, México, 1980, p. 36
[45] Citado por Katz en La servidumbre, Op.Cit. p.27
[46] Ibid. pp. 39-40
[47] Katz, De Díaz a Madero, Op.Cit. p.37
[48] José Antonio Bátiz y Enrique Canudas, “Aspectos financieros y monetarios (1880-1910”,) en: Ciro Cardoso, México en el siglo XIX (1821-1910). Historia económica y de la estructura social, Editorial Nueva Imagen, México, 1980, p. 434
[49] Carleton Beals, Op.Cit. p. 427
[50] Adrián Aguirre Benavides, Madero el inmaculado. Historia de la revolución de 1910, Editorial Diana, México, 1962, p. 77-78
[51] Para lo referente a esta cita y a este apartado de los obreros véase a Francisco G. Hermosillo Adams, “Estructura y movimientos sociales” en: Ciro Cardoso, Op.Cit. pp. 491-492 y también a Brigida von Mentz, Trabajo minero y control social durante el porfiriato. Los operarios de dos poblaciones contrastantes, El Colegio de México, México, 2001, pp.27-30
[52] Francisco I. Madero, La sucesión, Op.Cit. pp. 194-195
[53] Estas cifras pueden consultarse en, Jesús Silva Herzog, De la historia de México 1810-1938, documentos fundamentales, ensayos y opiniones, Editorial Siglo XXI, México, 1980, p. 156
[54] Bulnes, Op.Cit. pp.53-54
[55] Friedrich Katz, La guera secreta en México. 1. Europa, Estados Unidos y la revolución mexicana, Ediciones Era, México, 1982, p.33
[56] Véase Aguirre Benavides, Op.Cit. p. 516
[57] Citado por Federico González Garza, La Revolución Mexicana. Mi contribución político-literaria, A.del Bosque, Impresor, México, 1936, p. 339
[58] Bulnes, Op.Cit. pp.320-321
[59] Ibid. p.332
[60] Ibid. p.326
[61] Hay un excelente estudio sobre las relaciones de Limantour y Porfirio Díaz: Marta Baranda, “José Yves Limantour juzgado por figuras claves del porfiriato”, en: Álvaro Matute (editor), Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México,  Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 9, México,  1983, p. 97-136
[62] Ibid. pp. 341-342
[63] Ibid. pp. 344-345
[64] Beals, Op.Cit. p.431
[65] Francisco Vázquez Gómez, Op.Cit. p.16
[66] El manifiesto de Bernardo Reyes a sus seguidores puede leerse en: http://www.biblioteca.tv/artman2/ publish/1900-1909_27/index.shtml
[67] Madero, La sucesión, Op.Cit. p. 171
[68] Ibid., pp. 263-264
[69] Ibid. p. 264
[70] Francisco I. Madero, Epistolario (1900-1909), Ediciones de la Secretaría de Hacienda, México, 1963, pp.297-298
[71] Ibid., p. 269
[72] Madero, La sucesión, Op.Cit. p. 99. Véase también: Ernesto de la Torre et al, Historia documental de México Tomo II, UNAM, IIH, México, 1974, p. 362
[73] Madero, La sucesión, Op.Cit., p. 58
[74] Ibid., p. 61 y 68
[75] Alvaro Obregón, “Sonora y la revolución”, en: Arturo Arnáiz y Freg et al, Madero y Pino Suárez en el cincuentenario de su sacrificio 1913 – 1963, Secretaría de Educación Pública, México, 1963, pp.42-44
[76] En la siguiente entrega de Cada frontera terminaremos el ensayo sobre la experiencia espiritual de Madero relatando y evaluando la manera en que hizo la revolución y ejerció la Presidencia de la República.

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