El Dios presente y ausente de la Madre Teresa


Por Arturo Michel Pérez[1]


El Dios al que amó

La Madre Teresa no amó a un Dios Infinito, Omnipresente, Todopoderoso y Eterno sino a Jesús, un Dios-Hombre que tenía sed y hambre, que podía querer determinadas cosas y ser complacido o frustrado; que podía ser amado y exaltado o despreciado y rechazado; que incluso podía ser lastimado, herido y muerto. Era un Hombre-Hijo de Dios que a pesar de serlo o por serlo, podía ser tratado de tú a tú, de manera personal.
            Dios se convirtió en hombre en un acto de acercamiento a los seres humanos, para estar al alcance de ellos y eso fue para la Madre Teresa el modelo de amor, sacrificio y entrega. Al hacerse hombre, renunció a Sí Mismo, sacrificó su divinidad, se entregó completamente y se sometió a la condición humana. Ella entendió que un amor así sólo podía ser correspondido con una entrega completa a la divinidad. Y vio que la entera donación de sí a Dios, sólo era posible si daba su voluntad, porque del poder de esa facultad dependía el regalo de todo lo que ella era y podía ser, de todo lo que ella hacía y podía hacer.
En su pasión por unir su voluntad a la de Jesús, por querer lo que Él quiere, hizo el voto especial de “no negarle nada a Dios bajo pena de pecado mortal”. Es decir, si no hago lo que Él quiere, aun en lo mínimo, lo pago con mi vida. Si no hago Su Voluntad siempre, no quiero vivir; estoy dispuesta a perder la vida por siempre.

¿Dónde buscar y encontrar la Voluntad de Dios?

Uno de los problemas que hay para hacer la Voluntad de Dios es que se requiere conocerla primero, descubrirla. La Madre Teresa decidió que la Voluntad de Dios la podía encontrar en las autoridades de la Iglesia Católica, en el trato directo que se tiene con Jesús en la oración y meditación (en su caso también en las locuciones interiores), en el discernimiento de espíritus (ayudada por sus directores espirituales), en los sucesos de la vida (porque a final de cuentas pasa lo que Dios quiere-permite) y en las carencias de cualquier hombre o mujer, porque Jesús se identificó con la humanidad y estableció que lo que se hacía a cualquier ser humano a Él se le hacía (Mt. 25 / 40). (Para la Madre y para las Hermanas Misioneras de la Caridad [congregación que ella fundó] Jesús era cada pobre atendido por ellas; ya que su amor por los seres humanos y por Jesucristo se especializó en los pobres).
            La Madre Teresa se entendía a sí misma en unión con Dios y en función de esa unión: “A menudo me siento como un pequeño lápiz en manos de Dios. Él se encarga de escribir, Él se encarga de pensar, Él se encarga de los movimientos, yo sólo tengo que ser el lápiz”.[2] Por eso, el sentimiento de soledad, de ausencia y vacío de Dios, que aparecía cuando estaba en oración, le dolía como desintegración, como tremenda violencia de una contradicción radical: ser-vacío, ser-nada, ser negación de sí, pura autodestrucción.
            Hasta donde podemos saber, la Madre Teresa siempre estuvo en unión con el Dios que amó, porque siempre hizo Su Voluntad, esa que descubrió por los caminos ya señalados. Siempre obedeció a las autoridades de la Iglesia Católica, siempre hizo oración y meditación, siempre se preocupó por discernir sus mociones interiores, siempre aceptó lo que le sucedía, siempre estaba trabajando por los pobres directa o indirectamente. Encontró a Dios y lo amó en todos esos lugares.
            La Madre Teresa creyó que el Dios-Hombre seguía vivo y al alcance de cualquier ser humano, por eso todavía seguía siendo afectado por éste de manera positiva o negativa. Todavía hoy, cualquier hombre o mujer podía complacer a Jesús o herirlo, aceptarlo o rechazarlo, amarlo o despreciarlo, atenderlo o descuidarlo, hacer su voluntad o frustrarlo. La condición humana-divina de Jesús lo hacía hoy darse de manera infinita y tener una sed infinita de amor. Así vivía con los seres humanos, sus hermanos, los hijos de Dios.
            El único lugar en el que la Madre no encontraba a Dios, donde parecía estar ausente, era en la oración y la meditación. En la intimidad Dios no se presentaba como ella esperaba, sentía que ahí no había nadie, sólo ausencia y vacío. Este hecho la desconcertó durante muchos años y trató de entender esa situación con diferentes explicaciones. Nunca entendió bien a bien por qué sentía esa soledad de Dios, pero siempre entendió-aceptó el sentido final: para que se cumpliera la Voluntad de Dios.

Las explicaciones de la ausencia de Dios

Las explicaciones que se dio para entender la ausencia de Dios en el momento de su intimidad, fueron tres. Primera: por alguna razón que Él tiene, Dios no quiere hacerse presente aquí y ahora conmigo. Segunda: por algún motivo no consciente para mí, yo no quiero a Dios en esta intimidad. Tercera: Dios no se hace presente, porque no existe.
            Desde el principio descartó la tercera explicación, porque aunque en la meditación no lo percibía y sentía que no existía, sí sabía que estaba ahí. Era como el ciego que ya no podía ver los árboles que estaban fuera de su casa, pero sabía que estaban ahí porque los podía tocar, oler, oír e incluso gustar. Para la Madre Teresa la certeza de la existencia de Dios, entre otras cosas, se la daba la existencia de la Congregación de las Hermanas de la Caridad que ella había fundado en respuesta a una petición directa de Jesús y a la que veía crecer con mucha fuerza día con día.
            De la segunda explicación también se ocupó varios años, y se le podría dar el nombre de “la noche oscura”. Esta experiencia fue presentada en la tradición de la Iglesia Católica como una etapa de la vía mística en la que el creyente es vaciado por Dios para ser llenado completamente por Él. Corresponde al momento de la liberación de todos los afectos desordenados y de los viejos apegos. Se pretende que sólo quede lugar para Dios.[3] El objetivo es aniquilar al yo en todo, menos en la voluntad. El creyente termina por querer únicamente lo que Dios quiere y por eso hace siempre la Voluntad de Dios.
La voluntad del creyente se mantiene, y precisa hacerse cada vez más grande y fuerte, para poder querer lo que Dios quiere; para poder amar como Dios ama. Si esa voluntad no crece y se fortalece, no puede querer lo que Dios quiere, no alcanza la medida que se requiere. Esa gran fortaleza de los místicos ha impactado mucho a la gente que los conoció. Esa enorme fuerza se percibió en Ignacio de Loyola, Gandhi, San Francisco de Asis, etc ... y, por supuesto, en la Madre Teresa.
            De la primera explicación (Dios no quiere hacerse presente aquí y ahora conmigo, por alguna razón que él tiene) expresó diferentes formulaciones, pero todas giraron en torno a una razón: la unión con Jesucristo. Con el sufrimiento de su ausencia, pensó que Dios la quiso hacer partícipe de su Pasión y de su obra de Redención. Esa idea la tuvo de los padres jesuitas Lawrence Trevor Picachy y Joseph Neuner y se la transmitió a sus hermanas de la siguiente manera:

“Jesús quiso ayudarnos compartiendo nuestra vida, nuestra soledad, nuestra agonía y nuestra muerte. Todo eso, lo ha tomado sobre Sí y lo ha llevado a la noche más oscura. Sólo siendo uno con nosotros Él nos ha redimido. Tenemos la posibilidad de hacer lo mismo: toda la desolación de la gente pobre, no sólo su pobreza material, sino su miseria espiritual debe ser redimida, y debemos participar en ello. Recen así cuando lo encuentren difícil: . Sí, mis queridas hijas, compartamos los sufrimientos de nuestros pobres, porque sólo siendo una con ellos, podemos redimirles, es decir, llevar a Dios a sus vidas y llevarles a ellos a Dios”.[4]

Para la Madre Teresa la Pasión de Cristo no era un asunto del pasado, era algo que estaba sucediendo hoy en todos los hombres y mujeres que sufren pobreza, hambre, enfermedades, violencia, desprecio y abandono. Está sucediendo también en todos los hombres y mujeres que aman al prójimo y dan la vida por él. Por eso la Madre decía: “si sólo nos diéramos cuenta de lo que es el Cuerpo de Cristo, no habría tanto sufrimiento, tanto de lo que hoy tenemos. La Pasión de Cristo está siendo revivida en toda su realidad”[5]
También, por esa misma concepción, agregaba en otra parte: “Dios sigue amando hoy al mundo a través de ustedes y de mí”.[6] Y reafirmaba su Evangelio de los cinco dedos, como ella designaba al dicho de: “A-Mí-Me-Lo-Hicisteis”.[7]
            Por un lado, al sentirse abandonada de Dios en la intimidad y en la oración, se identificó con la situación de abandono y desamor que viven los pobres; al entregarse en la tarea de aliviar el sufrimiento de los pobres, se identificó con Jesús y su obra de amor. Estas identificaciones pertenecen a la primera explicación que podría formularse ahora de la siguiente manera: no me hago presente en la intimidad, para que entiendas el profundo abandono que sienten los pobres, te identifiques con ellos y te identifiques conmigo que sacrifiqué mi divinidad para asumir la condición humana con toda su vulnerabilidad. El motivo de mi ausencia es compartirte mi intimidad, unirme a ti.
            Tal vez por eso, la Madre Teresa escribió: “Si soy la esposa de Jesús Crucificado, Él tiene que besarme. Naturalmente los clavos me herirán. Si me acerco a la corona de espinas me herirá”.[8]
            La Madre Teresa quiso amar a Dios “como nunca antes ha sido amado”[9] y es posible que lo haya logrado, porque nunca antes nadie amó con tanta fidelidad al amado que se ausentó de la intimidad durante cincuenta años.


[1] Este artículo es simplemente para contextualizar y tratar de entender las experiencias de presencia y ausencia de Dios que relató la Madre Teresa en sus cartas privadas y que se mostraron en la primera parte de esta edición de Cada frontera.
[2] Discurso en Roma, 7 de marzo de 1979, Brian Kolodiejchuk, M.C., Madre Teresa. Ven, sé mi luz. Las cartas privadas de , Planeta Testimonio, México, 2008, p.445
[3] Al padre jesuita Joseph Neuner le escribió en el año de 1961: “Soy muy feliz pues el buen Dios me ha dado una gran gracia: me he entregado completamente, estoy a su disposición”. Ibid., p. 267
[4] Ibid., p. 271
[5] Ibid., p. 318
[6] Ibid., p. 347
[7] Ibid., p. 380
[8] Ibid., p. 343
[9] Ibid., p.82

No hay comentarios:

Publicar un comentario