Cuatro lugares donde experimento la presencia y ausencia de Dios

Por Fr.Benjamín Monroy


El descubrimiento de la ruta interior

Fue en 1985. Tenía apenas unos cuantos meses de haber regresado de Roma, donde obtuve una licencia en teología sistemática. Entonces yo era un joven profesor y lo que me importaba era, a partir del contexto mexicano, comenzar a repensar toda la información que me habían dado en Europa. Necesitaba tiempo para crear mi propio horizonte de compresión y poder inculturar la teología.
Pero hubo cambio de planes. Por la renuncia de un padre, el gobierno de mi provincia me pidió que atendiera la coordinación del secretariado para la Vida Religiosa. Esto me obligaba a viajar a las casa de formación de la Provincia y preparar talleres de Vida Religiosa, algo que no había estudiado y me distraía de lo mío, la teología sistemática. Hice mi tarea, pero un tanto descontento.
Estando en la casa del noviciado, tuve un tiempo libre que aproveché para entrar en la biblioteca y buscar algunos libros. Encontré uno que hablaba de la oración contemplativa. El autor la llamaba “oración centrante”. Decía que muchos no sabíamos llegar a nuestro centro interior habitado por Dios porque no habíamos encontrado caminos sencillos para llegar a él. Proponía algunos. Yo tome uno ellos, lo personalicé... ¡y encontré que Dios habitaba en mi! Por primera vez en mi vida descubrí que era cierto lo que decía san Agustín: “Yo te buscaba fuera y Tú estabas dentro de mí”. Fue tanto el gozo que me alivié de un incipiente resfriado.
Durante algunos días quise comunicar mi descubrimiento a los demás. Les decía que era muy sencillo llegar a muestro interior y descubrir ahí a Dios. Pero me di cuenta que no les resultaba tan sencillo. Entonces descubrí que cada uno tenemos nuestro tiempo y que nuestro itinerario espiritual no es exactamente el mismo. Dice un dicho español que “Dios llama y lleva al hombre al modo del hombre”.
También me di cuenta que aquel momento en que sentí por primera vez la presencia de Dios en mi interior, no era el final: era solamente el inicio de un largo camino. En este camino hay desolaciones, pero sobre todo consolaciones; oscuridad, pero sobre todo luz; ausencia, pero sobre todo Presencia de Dios. Este camino termina con la “hermana muerte”.

El lenguaje que utilizo para expresar mi experiencia

Voy a escribir sobre mi experiencia de presencia y ausencia de Dios. Intentaré hacerlo con un lenguaje que —por supuesto— no he creado. Lo haré también echando mano de testimonios en los cuales me siento expresado.
También tengo que recordar que mi experiencia de Dios está condicionada por mi historia, por lo que soy. Además de ser varón y haber nacido en México (más afectivo que racionalista), soy cristiano, franciscano y sacerdote.
Leí una extraña historieta de la tradición oriental. Una reina que —visitando su reino— encuentra, a un lado del camino, a un mendigo dormido sobre una piedra. La reina se enamora de él y pide a los criados que lo lleven al palacio. Los criados lo bañan, lo perfuman y le ponen los mejores vestidos. La reina le prepara una cena con vinos excelentes y manjares exquisitos. Esa noche lo invita a su lecho y “hace el amor” con él. Por la mañana, la reina lo ve dormido en su lecho y se desencanta de él. Entonces ordena a los criados que lo lleven al lugar donde lo encontraron y lo dejen ahí. Cuando el mendigo se despierta no sabe si lo que sucedió aquella noche fue un sueño o una realidad. Los restos del perfume en su piel y de la comida en el estómago le hablan de un hecho real. Pero sigue dudando si fue un simple sueño o una dulce realidad.
Este relato fue compuesto por un místico para hablar de su encuentro con Dios y lo que sucedió después del encuentro. Confieso que el relato no me resulta tan grato, aunque reconozco la plenitud y la nostalgia que encierra.
Me gustan más aquellos versos del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

Es una manera poética de expresar la presencia y la ausencia de Dios. Por una parte, describe la belleza del encuentro. Por otra, la tristeza de la partida. Luz y oscuridad, presencia y ausencia, encuentro y soledad. Otro místico, san Agustín, lo dice magistralmente en el libro de las Confesiones:

Y en ocasiones, allá muy dentro de mí, me introduces en un sentimiento mas fuerte de lo ordinario, y me arrastras a una dulzura que no sé definir, pero que si llega a alcanzar en mí su plenitud, ignoro como podría llamarse vida lo que no es esa vida. Pero luego vuelvo a caer bajo la penosa pesadumbre de las realidades de aquí. Vuelven a absorberme las ocupaciones ordinarias que me tienen atado, y lloro mucho, pero sigo atado. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Puedo estar aquí, pero no quiero. Quiero estar allá, pero no puedo. ¡Infeliz en ambos casos!

Creo que muchos creyentes se sentirán identificados con esta experiencia de Agustín de Hipona.
Hablaré de mi experiencia de presencia y ausencia de Dios en cuatro lugares. Existen más, pero me limito a estos cuatro. Me parece que son representativos.

La presencia y ausencia de Dios en el sentimiento

Para mi, ser humano, la presencia y ausencia de Dios se da en el sentimiento. Aunque soy célibe, puedo entender a los esposos porque mi relación con Dios es semejante a la de los esposos. El Esposo toca y emociona. Cuando esto sucede, los sentimientos y emociones se despiertan y se experimenta el gozo. Al contacto con el Esposo también se purifican y divinizan los sentimientos.
Ante la visita de Dios, lo único que puedo hacer es recogerme en mi interior, centrarme en Él y acogerlo. La concentración interior es la parte que me corresponde. Favorece y permite que se encienda el fuego. Es como el lente de aumento que concentra los rayos del sol sobre un papel y lo enciende. Quien encendió el papel no fue la lupa sino el sol. Lo que hizo el lente de aumento fue ayudar a concentrar los rayos del sol. De manera semejante, quien enciende el corazón —en mi experiencia cristiana— no es el recogimiento, mi esfuerzo, sino la presencia de Cristo Resucitado vivo y presente en mi interior. Los discípulos de Emaús lo supieron. Mientras retornaban a casa, decepcionados por la pasión y muerte de Jesús, un caminante se une a ellos y platica con ellos. Cuando se les abrieron los ojos exclamaron: “Con razón nuestro corazón ardía mientras nos explicaba las Escrituras”.
El sentimiento madura en la vida mística no solo cuando se siente tocado sensiblemente por la dulce presencia del Esposo, sino también en la ausencia, en la aridez. La aridez espiritual forma parte importante del proceso de maduración emocional. A través de ella se templa la emoción. Puede suceder que hoy me preparé para el encuentro con mi Dios y no se encendió el corazón. Puede ser que ni siquiera sea consciente de que el Señor me está tocando para darme aliento para obrar bien. Estoy envuelto por la oscuridad afectiva. No experimento ni ternura de corazón ni aliento para el bien obrar. Entonces me dejo conducir por la aceptación. Aceptar y aceptarme en cualquier estado anímico. Aceptar que ahora no tengo la ternura del corazón. Esto conduce a la paz. San Agustín decía: "Tu gozo es momentáneo, no te entregues a él; tu tristeza es pasajera, no te abandones a la desesperación. No te engría la prosperidad ni te deprima la adversidad"
La aceptación me hace estar del todo en el presente y me abre al don de la paz. La aceptación de la ausencia de Dios es tan valiosa como su presencia que enternece mi corazón y me da aliento para hacer el bien.
El que se ha propuesto buscar a Dios sabe muy bien que habrá días festivos, con un alto grado de ternura de corazón; habrá días en que no brota la ternura del corazón, pero se disfruta el aliento para el bien obrar. Finalmente, habrá otros días en que no hay ni ternura de corazón ni aliento para el bien obrar. Por más que prepare el encuentro con el Señor y permanezca confiado y expectante, con el corazón vuelto hacia Él, no siento otra cosa que vacío. Es el momento de desarrollar la aceptación.
Definitivamente, la experiencia de Dios no es siempre pareja. Hay subidas y bajadas, avances y retrocesos. Eso sí, una vez que he sentido el corazón ardiente en mi pecho y he conocido la armonía que produce el estar envuelto por el Señor no descansaré hasta "beber el agua de mi propio pozo" (San Bernardo). De esta manera, mis sentimientos se van purificando y transfigurando y mi inteligencia emocional se irá divinizando al contacto con el Señor.

En la oración contemplativa

Para mí, creyente, la oración es una prioridad en mi vida. Haciendo oración me he dado cuenta, entre otras cosas, que en la medida en que madura nuestra comunicación con Dios, se va haciendo más simple. De la complejidad se pasa a la simplicidad. El camino de la oración me lleva a la oración contemplativa.
Entiendo por oración contemplativa la oración de corazón, salir del discurso mental, dejar en paz la razón. Se trata de concentrar la atención, por ejemplo, en una frase sencilla, grabarla en la mente y el corazón, repetirla serenamente una y otra vez, poner ella todo el deseo. Entonces el corazón queda más libre para expresarse. Por momentos, la palabra o la imagen desaparecen del campo de la conciencia quedando el espíritu en completa libertad. Cuando hago esto, poco a voy entrando en una oscuridad que puedo llegar a experimentar como inútil, insoportable y hasta dolorosa.
Un luchador social de la talla de Gustavo Gutiérrez, el llamado padre de la teología de la liberación, escribe en su célebre libro:

La oración es una experiencia de gratuidad. Ese acto "ocioso", ese tiempo "desperdiciado" nos recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil. Dios no es de este mundo. La gratuidad de su don, creadora de necesidades profundas, nos libera de toda alienación religiosa y, en última instancia, de toda alienación. El cristiano comprometido en el proceso revolucionario latinoamericano tiene que encontrar los caminos de una oración auténtica y no evasiva... El único Dios creíble, dirá con razón Bonhoffer, es el Dios de los místicos. Pero no es un Dios sin relación con la historia humana. Al contrario. Si bien es cierto que es necesario pasar por el hombre para llegara a Dios, es igualmente cierto que el "paso" por ese Dios gratuito me despoja, me desnuda, universaliza y hace gratuito mi amor por los demás .

Si permanezco serenamente en el no saber descubro que la oscuridad se vuelve "luminosa", que el vacío está lleno de “plenitud”, que el silencio es "sonoro", que mi pasividad es el espacio donde Dios actúa libremente . En otras palabras, al entrar en mi vacío, en mi oscuridad, en mi silencio llego a una frontera: los límites de mi ser y de mi dinamismo. Entonces, irrumpo —o irrumpe en mí— el resplandor y la plenitud de Dios. Con palabras de Jesús de Nazaret: “Quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39).
Después de la oración contemplativa, cuando vuelvo a la actividad cotidiana (trabajo, estudio, oración litúrgica, trato con los demás) me doy cuenta que en esos momentos de "vacío inútil" algo ha sucedido, Alguien ha puesto su mano y ha irrumpido hondamente en mi existencia. Es semejante a lo que le sucede a la tierra en el invierno: no produce frutos, pero se está llenando de fuerza y energía para la primavera. La vida cotidiana mostrará lo que sucedió en el momento de la oración contemplativa.
Al repliegue sobre mi mismo sigue el despliegue en el mundo y en su historia. Si me repliego sobre mi mismo es para después desplegarme desde mi profundidad y desde la experiencia del Dios de Jesucristo. La actividad que surge desde este centro profundo estará cargada del dinamismo divino.

En el pan y el vino de la Eucaristía

Para mí, cristiano, el encuentro con Dios se da también en los signos sacramentales. De manera privilegiada se da en Jesucristo y su Espíritu.
La invisibilidad de Dios es señal de su grandeza y de su misterio, pero también dificulta el acto de la fe y, por consiguiente, la esperanza y el amor que siguen a la fe. Por eso, el Invisible se hace Visible, el Eterno se hace Temporal, el Indecible se dice en una Palabra. Dios se deja ver.
Para los cristianos, cada vez que nos reunimos en torno a un pedazo de pan y a una copa de vino, en el recuerdo creyente y amoroso de lo que hizo Jesús, Él se hace presente. El pan y el vino de la Eucaristía me hace consciente de esta realidad: por ahora estamos parcialmente privados del encuentro pleno con el Señor, encuentro hacia el cual tiende toda nuestra vida y en el cual encuentra sentido. Esta conciencia despierta el deseo ardiente de la venida del Señor, tan característico del cristiano: ¡Ven Señor Jesús! Mientras llega este momento, Jesús actúa en nuestro interior de manera real aunque imperceptible. Sin embargo, hay algo más. No sólo existe una actuación íntima de Cristo glorificado en el alma del creyente. Jesús resucitado toma cuerpo, adquiere visibilidad, en la comunidad (Iglesia). Por esto, la comunidad (Iglesia) es el sacramento de Cristo, el "Cuerpo del Señor" en la tierra. La comunidad (Iglesia) es el cuerpo de Jesús en un doble sentido. Por una parte, prolonga el cuerpo terrestre del hombre Jesús de Nazaret. Por otra parte, es la prolongación terrestre del Cristo celeste.
Ahora bien, cuando la comunidad cristiana se congrega necesita unos ritos para unificar la reunión. Para mí el rito no es simplemente un conjunto de cosas y palabras. Es algo más. A través de ellos Cristo se incorpora, toma cuerpo. Por eso, en los sacramentos, particularmente sacramento del pan y del vino puedo encontrar la presencia de Dios.
El pan de la Eucaristía que todos los días tengo en mis manos me habla de presencia y ausencia de Dios. Jesús de Nazaret, en cuanto hombre, desapareció del horizonte terreno. ¿Qué hacer? El mismo Jesús previó esta situación y dio una respuesta. Quiso quedarse visiblemente en el pan y el vino de la cena del adiós. En la Eucaristía Cristo Jesús, se ha hecho "experimentable", accesible a nuestros sentidos. Toma posesión del pan y vino que llevamos al altar, se identifica con ellos y en ellos se nos da como alimento. San Francisco de Asís decía que lo único que veía corporalmente de Jesús en este mundo era el pan y el vino de la Eucaristía.
El pan y el vino me hablan de una ausencia (el hombre Jesús de Nazaret), pero también de una presencia (Cristo vivo, resucitado y glorioso).

En la creación

Para mí, franciscano, las cosas no son simples cosas: son signos que llevan a otra realidad. Las criaturas son, ante todo, signos de Dios. Cuando veo las cosas sólo como cosas y no como signos, se vuelven opacas. Se vuelven in-significantes. Entonces, existe el peligro real de quedarme en ellas y no ir al Creador.
Pero el hecho es que no siempre soy capaz de espejear a Dios en la creación. Cuando me acerco a la creación con un corazón turbio lo que encuentro es oscuridad. Entonces escucho estas palabras de san Buenaventura: "El que con tantos esplendores de las cosas creadas no se ilustra, está ciego; el que con tantos clamores no se despierta, está sordo; el que por todos estos efectos no alaba a Dios, ése está mudo; el que con tantos indicios no advierte el primer Principio, ése tal es necio. Abre, pues, los ojos, acerca los oídos espirituales, despliega los labios y aplica tu corazón para en todas las cosas ver, oír, alabar, amar y reverenciar, ensalzar y honrar a tu Dios, no sea que todo el mundo se levante contra ti" .
Para poder leer en la creación al Creador y a su Cristo, necesito un corazón limpio y una mirada de fe como la de san Francisco de Asís. Él fue capaz de encontrar el rostro de Cristo en los gusanos del camino y encontrar el perfume del Creador en las obras de sus manos. Cuando tengo problemas para ver al Creador en sus criaturas, veo con los ojos de Francisco de Asís. Entonces, alabo al Señor

...¡Alabado seas, mi Señor, por la hermana Luna y las Estrellas:/ en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas!/ ¡Alabado seas, mi Señor, por el hermano Viento, / por el Aire y la Nube, por el Cielo sereno y todo Tiempo:/ por ellos a tus criaturas das sustento!...” .

Esta alabanza franciscana es un excelente final para estas reflexiones.

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