Cómo me encontró la enseñanza de Paramahansa Yogananda

Cristina Martín



Si algo no hubiera sido capaz de imaginar yo a mediados de los años setenta, cuando dejé mi país de origen, la República Argentina –huyendo de una dictadura sangrienta y creyendo que sólo por un año, junto con otros que seguíamos en aquel tiempo el ideal de la revolución social y la filosofía del materialismo histórico–, era que cuando llegara el tan esperado y mítico siglo XXI, y este aun más mítico segundo milenio de nuestra civilización, iba yo a seguir viviendo en este país y en Guadalajara ¬¬–la ciudad que había oído nombrar en la infancia por el verso que canta “Guadalajara en un llano y México en una laguna”, sin pensarla como sitio real de la geografía–, y que hoy les contaría a ustedes cómo llegué a la enseñanza de mi amadísimo gurú Paramahansa Yogananda, o, mejor dicho, cómo fue que su enseñanza me encontró a mí.
Había crecido católica a la vez devota y reflexiva, practicando los sacramentos de mi Iglesia y estudiando su teología, pero al llegar a los veinte años me había alejado del catolicismo por algunas razones que hoy siguen siendo válidas para mí y por otras que han dejado de serlo. Vi entonces a la Iglesia Católica como una institución más preocupada y ocupada en su poderío temporal que en el servicio evangélico, y así sigo viéndola. Me rebelé ante su negación de la sexualidad humana y sigo sin compartir esa posición, pero ya no apruebo el afán de la diversa experiencia sexual que la generación de jóvenes de la que fui parte había convertido en bandera. Repudié como afrentas a mi inteligencia más de un dogma de fe que hoy es verdad científica de mi yoga, como la Santísima Trinidad, que ya no necesito creer con la fe del carbonero, porque Kriya Yoga me enseña a develar en mi experiencia diaria el misterio del Cristo, recreando la segunda venida del Hijo en mi propio interior, en la sintonía cósmica del Espíritu Santo, del Verbo Divino que se expresa a Sí mismo en el sagrado sonido de OM, la vibración audible de todo lo creado por el Brahma inmóvil, el Dios Padre de mi fe primera.
El camino entre aquella forma de pensar y de actuar, y mi forma de ser y meditar de hoy, atravesó tres largas décadas de búsqueda de mi verdad en orfandad, que avancé entronizando y destronando sucesivas deidades, que defraudaron invariablemente mi confianza. El ejercicio del sexo como fin en sí mismo me enseñó el dolor del desamor. La consagración a la utopía de una revolución social que iba a engendrar en nuestra mezquina humanidad al “hombre nuevo”, precipitó hacia la muerte atroz a miles de mis compañeros de ideología y a muchos otros que no habían buscado encender aquel fuego recibiendo, provocando y devolviendo la violencia que me dio a conocer el horror. La sublimidad del arte, la más alta creación humana, conservó por más tiempo su prestigio dentro de mí, sin lograr librarme del vacío existencial que llegué a practicar como filosofía.
Habían pasado dos de esas tres décadas de mi vida cuando, en el silencio de todas mis fes de paso, aprendí a hacer religión del amor humano que la Gracia Divina me dio a conocer, sin advertirme que me lo estaba dando por un breve tiempo, sólo como una oportunidad más de regreso a mi Ser Divino. Pero cuando la muerte vino a tocar mi puerta y reclamó para sí también aquel refugio de mis naufragios, en la persona del ser amado, reconocí que ya no sabía cómo seguir viviendo y se alzó de lo más profundo de mí, en espontáneo rezo, el reclamo de Dios en mi corazón.
Sin embargo, mi yo mundano, mi altiva razón, no estaba dispuesto a claudicar fácil. Sin querer todavía desandar el camino de mis negaciones, me propuse aprobar o desaprobar a Dios estudiando su huella, ya no en mi fe primera sino en la múltiple experiencia de lo sagrado de cuantas tradiciones culturales distintas a la mía pude encontrar en los libros. Me hice entonces aplicada estudiante de esoterismo, leí también muchos libros sobre diversas mancias adivinatorias y me asomé a la práctica de algunas de ellas.
Y me acerqué a una clase de yoga, diciendo y diciéndome que no quería de ella más que una gimnasia tranquilizadora, y protesté cuando al final de la clase propusieron una breve práctica de meditación. Me sentía ridícula digitando mudras y recitando mantras. Sólo por simpatía hacia mi maestra y por la cortesía mundana de no perturbar su clase, compartí exteriormente el ritual. Siguiendo aquellas instrucciones bajo protesta, aunque también con alguna curiosidad, reencontré, para mi gran sorpresa, vestigios de la luz interior tanto tiempo apagada y recordé una experiencia infantil olvidada. De niña había sabido jugar y gozar, no una sino muchas, innumerables veces, con la luz que solía encenderse en mi frente detrás de los ojos cerrados, sin encontrar palabras para comentarla con nadie más y sin sospechar en aquella Luz la Divina Presencia.
Mi mente tuvo inmediata necesidad de explicarse aquello y fui a leer más literatura de diversa índole, buscando las claves de aquel fenómeno. Las descripciones de trances yóguicos que logré encontrar no me daban todavía noticia de que Esa Luz –de la que nadie hablaba claramente, pero yo conocía– era nada menos que la puerta abierta del Dios que me había regalado su Gozo desde la infancia. Ni aquellas clases ni aquellos libros me habían inspirado el hábito de meditar a solas.
Pero, por débil que fuera todavía, el resplandor de aquella luz recuperada alcanzó a alumbrar la lectura de la llave maestra de la vasta obra escrita de mi Gurudeva, Paramahansa Yogananda, que me llegó en la forma de un libro prestado. La Autobiografía de un yogui no mencionaba sólo de paso la luz interior, todo el libro estaba consagrado a su incesante búsqueda y su glorioso hallazgo. Era la respuesta que había estado esperando, pero aun así desconfié. No creí que fuera experiencia accesible a mi humana condición aquel exceso de excesos de iluminación.
Ya no me decía atea y ni siquiera agnóstica, pero aquello no parecía para mí. Sonaba a realismo mágico literario o a novela de ciencia ficción. Sin embargo, la resistencia mental a aquella fascinación no alcanzó a impedir mi curiosidad por conocer la técnica de Kriya Yoga y averigüé cómo llegar a ella. Volví a retroceder cuando supe que se recibía en anticuadas lecciones enviadas por correo en tiempos de Internet, y que antes de que me fuera enseñada debía yo aceptar bajo juramento, ¡y también por correo!, que la preservación de la sagrada técnica me prohibiera transmitirla a nadie por mí misma, y me comprometiera con su práctica diaria antes de conocerla. Eso no, dije, ya no quiero volver a pagar por adelantado, como había hecho con los tantos “ismos” que había creído y descreído antes. Pero esas resistencias ya eran mis últimas patadas de ahogada en el amor de mi Gurudeva que había venido a buscarme. Alguien me propuso una solución aceptable: las Lecciones de Yogananda me iban a permitir probar las técnicas preparatorias de Kriya Yoga antes de hacer un ningún juramento de Iniciación. Leí el libro por segunda vez y, sobreponiéndome a mis reservas, solicité las Lecciones a la Asociación de Autorrealización, a Self Realization Fellowship, cuyo sólo nombre de corte estadounidense me hacía sospechar que pudiera resultar algo parecido a los “cursos de personalidad” que toman las jóvenes aspirantes a ser modelos de ropa de moda o quienes quieren aprender a venderlo todo.
Seis meses después de empezar a recibirlas, había leído todo lo recibido y estaba casi de acuerdo en la exposición de leyes naturales que el Maestro hace en la primera serie de sus Lecciones, pero no había empezado a practicar la meditación. Fue entonces cuando la muerte que había llamado a la puerta de mi casa hacia varios años, pero había aceptado postergar la ejecución de su tarea, empezó a dar señales de que se había cumplido el plazo concedido, y, ante tal inminencia, buscando de dónde agarrarme, empecé por fin a practicar, ahora sí con aplicación, las primeras técnicas de Kriya Yoga.
Tres semanas después era yo otra. Desaparecieron de mí la angustia y el miedo. La paz que despertaba en mí cuando meditaba me devolvió la alegría de la infancia en medio del mayor dolor de mi amor humano. Pude animar a mi enfermo a morir, pude acompañarlo infundiéndole fe en su existencia eterna hasta las puertas de salida de este mundo que dejaba y supe que mi Gurdeva lo acompañaba más allá de los límites que yo no podía traspasar.
Un año después recibí mi Iniciación en Kriya. Desde entonces no he dejado de meditar todos los días, y no lo he hecho por la presión de un juramento sino por verdadera necesidad. Desde entonces empecé a recobrar el poder de mi voluntad. Desde entonces no estoy sola. Desde entonces no he vuelto a dudar de cuál es ni dónde está mi fuente de Gozo, la que nunca había dejado de estar conmigo.
Les deseo a todos ustedes lo mismo que a mí: que, por el camino al que Dios los haya llamado y guiados por el Maestro que Él les haya dispuesto, lleguemos todos a lo mismo, que podamos fundirnos todos en Su Gozoso Ser.

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